El día en que me amigué con Dios

Por Eduardo Gaab

Domingo, 29 de junio de 1986

A mi querido Cabo primero del 6to. Regimiento de artillería,

Sr. Jorge Antonio López:

Hola, querido amigo. Desde hace una semana atrás, tu nombre me viene retumbando en la memoria. Por eso te escribo. Porque necesito contarte algo que sé que te va a poner contento y, ahora cuando sepas, vas a entender a lo que me refiero.

Hace una semana que me amigué con Dios. López, ¿lo podés creer? A mí me cuesta. Porque siempre recuerdo esa noche, con la trinchera llena de agua. Con las patas heladas y sin nada más para meterle a la panza que el paquete de galletas que te habías robado en el pueblo. ¿Te acordás, López? Esa noche en la que me largué a llorar a moco tendido, y vos me agarraste de los hombros, me sacudiste y me dijiste que tenía que aguantar un poco más, que los ataques iban a cesar y que por lo menos íbamos a poder descansar un rato. ¿Te acordás? Que me juraste que a la otra mañana iban a llegar los aviones con provisiones, y que algo nos iba a tocar, porque nosotros mismos las íbamos a ir a buscar. Y yo no hacía otra cosa que repetir que de ese pozo de barro y mierda no íbamos a salir, que las provisiones no iban a llegar, por el bloqueo y porque Dios ya no estaba en estas islas y nos había olvidado, como todos los demás. Que empecé a gritar, una y otra vez, algo así como que Dios no existía y que, si existía, era un hijo de puta. Porque te juro que en ese momento lo odiaba, López y, aparte, con todo lo que pasó después, no creí que fuera posible, pero lo detesté todavía más. Y no sé qué habría sido de mí si vos no estabas conmigo. Recuerdo que primero me pegaste una cachetada y luego me gritaste algo así como: “¡Callate, Gutiérrez y la puta que te parió! ¿Me escuchás? ¡Dios está! ¡Y sí existe, aunque a veces no lo podamos escuchar, ni ver! Es por las bombas, Gutiérrez, pero está ahí. No se ve por la niebla, pero está acá. ¡Te lo juro, soldado! Te lo prometo… te lo prometo, carajo. Mañana viene un avión y nos agarramos un costillar para nosotros dos solos, nomás”. ¿Te acordás, López? ¿Que me dijiste que lo ibas a asar vos y que saldría tan bueno que hasta los gurkas iban a querer venir a morfar? Que con eso me hiciste reír, y me abrazaste como solo podría hacerlo un hermano. Esa noche, tus palabras fueron más que el viento, López. Y me salvaron. Y me acuerdo de algo más. Me dijiste:

—Mirá, mañana, por cada avión que veamos aterrizar, lo vamos a gritar como si estuviéramos en el mundial, allá en España, bien lejos de acá. ¿Me escuchás, Gutiérrez?

Y así lo hicimos. A la otra mañana, cuando pasó el primer 130 por arriba de nuestras cabezas, ¡cómo lo gritamos! Me acuerdo de vos, saltando como un loco con el fusil todavía en la mano, gritando puño en alto, desaforado: “¡Gol! ¡Gol! ¡Viste que Dios existe, Gutiérrez y la puta madre que te parió!”.

Ya pasaron cuatro años de ese infierno, amigo, pero desde el domingo pasado que me vengo acordando de vos. De esa noche fría en la que me juraste que Dios existía, aunque no lo podamos escuchar, ni ver. De esa mañana nublada en la que vimos aparecer a ese ángel de metal, del ruido ensordecedor de sus motores, de la ansiedad que se me mezcló con el hambre, el miedo, el frío y la soledad. Hay algo que nunca te dije, López. Esa vez no nos tocó ningún costillar, pero a mí esa mañana se me llenó la panza de otra cosa. Se me llenó de felicidad. El pecho de esperanza, y el alma de lealtad, mi querido Cabo primero del sexto regimiento de artillería, señor Jorge Antonio López.

Hace una semana atrás, nomás, me amigué con Dios. Y de la forma más extraña. Sé que, desde algún lugar, habrás visto el partido. Y vos no sabés. Te cuento: acá en el barrio donde yo vivo, siempre hay baja tensión. Estaba mirándolo en casa, solo. Se veía con alguna intermitencia, y entre la locura que me agarré con el primer gol, que si fue de cabeza o con la mano, que si lo cobraban, que si no y, encima, cacheteando al televisor, estaba con los nervios a flor de piel. Ya me conocés, López.

Pero unos minutos más tarde, cuando el Negro Enrique le pasó la pelota al Diego sentí algo raro. Alcancé a ver que una punzada electrizante se apoderaba del diez cuando la recibía. Como si el tipo se sobrecargara de un talento descomunal. Como si de él se apoderase una magia ancestral. Como si ya supiera de antemano que esa jugada iba a ser la mejor del mundial y de la historia y que estaba por hacer algo que nos iba a hacer emocionar hasta las lágrimas, para siempre.

Entonces, cuando bailó arriba de la pelota en la mitad de la cancha, como si fuese un tango inmortal, y lo vi que encaraba para la derecha… ¡Zas! Se cortó la luz. La desesperación que me agarró, López, sólo te la puedo comparar con esa noche en la que me agarraste a cachetadas en la trinchera. Pero, como en ese momento no había nadie que me asegurase de que Dios existe, salí corriendo, como un loco, desesperado, porque ¿sabés, López? De alguna manera, sabía que esa jugada iba a terminar en gol, y lo quería gritar como lo hacíamos con vos, como cuando llegaba un avión. Entonces, salí hacia la calle desierta, fría y hambrienta de un cachito de revancha con gusto a justicia. Una justicia efímera, desabrida y tardía, pero nuestra. Tuya y mía… de todos nosotros. En ese momento, cuando abrí la puerta de mi casa para salir a la vereda vacía, me acordé de vos. De vos, en esa trinchera, gritándome y jurándome que Dios existía. Fue en ese instante cuando lo escuché. Cuando lo acepté. Cuando le perdoné por habernos abandonado allá, tan lejos, hace cuatro años atrás. Por habernos fallado. Porque, ¿sabés, López? Fue como si desde todos lados se sintieran cientos, miles, millones de voces que me llegaron hasta los huesos con una sola palabra, pero rebosante de mística. Una palabra cortita, sencilla, pero estirada hasta el final, como si no alcanzara la vida para gritarla hasta que se rompan todas las gargantas, con todos los pulmones y el corazón. Tan enorme como si no le alcanzara el cielo para hacerse escuchar. Tan potente como para sacudirle a uno los cimientos del alma. Y es por eso que te escribo. Porque, cuando escuché que los cielos se llenaban con esa palabra y se rajaba la tierra en mil pedazos desde sus entrañas, me amigué con Dios, López. Y me acordé de vos, aquella vez, saltando, abrazándome y gritando como un loco:

—¡Gol! ¡Gol! ¡Viste que Dios existe, Gutiérrez y la puta madre que te parió!

Hoy me dieron ganas de decirte muchas cosas, López. Que no te voy a olvidar nunca. Que pienso que Dios existe, aunque no lo podamos escuchar, ni ver. Y de eso estoy seguro porque, en ese momento, yo lo sentí en la piel.

Y aunque no tenga adónde carajo mandarte esta carta, lo perdono. Porque ahora sé que, a veces, se pone los cortos, baja a la tierra y mete la mano delante de la cabeza, y gambetea con un 10 clavado en la camiseta. Y lo hace para siempre. Y sé que vos estás con él, aunque te hayas quedado allá.

Gracias, López. Hasta siempre.

Tu compañero de trincheras, Julián Gutiérrez.

Soldado del 6to. Regimiento de artillería de las Islas Malvinas.

Que fueron, son y serán argentinas.