Por María Silvia Biancardi
Empiezo a leer Antes que desaparezca (Alfaguara, 2021) y una frase me descoloca. Una novela entre autobiográfica y de ficción me propone un desdoblamiento. Decido acompañarlo. Por un lado, la novela la cuenta un “yo narrador”. Es una mujer adulta a quien el reencuentro con alguien de su pasado le dispara recuerdos. Puedo notar -sin parecer confundida respecto de la diferencia entre autor y narrador- que ese “yo” es también Sylvia. Pero también elige, de manera deliberada y explícita, ser Lucía: “La que era yo entonces y a la que desde ahora voy a llamar Lucía para poder verme y nombrarme”.
Sylvia-Lucía cuentan, entre muchas otras cosas, los inicios en la facultad de Filosofía y Letras a fines de los años sesenta. Una facultad convulsionada, cargada de debates políticos, corridas y reuniones clandestinas que atraviesan a la “pueblerina de dieciocho años” que vive en una pensión de monjas. ¿Cómo pudiste terminar la carrera entre tanta convulsión?, le pregunta Clara, compañera de esos primeros años en Buenos Aires, cuando se reencuentran adultas. En la mesa de un bar, junto a ella, la narradora comienza a ser Lucía. También se sientan otros personajes invisibles de esta historia que se recuerda y recrea.
Yo estudié Letras en el 2001, y la facultad ya no estaba en la calle Independencia, donde iba Lucía. Estaba en Puán y Goyena. Lo más cercano a la clandestinidad en esos tiempos eran los encuentros furtivos de amantes en el último piso. Pero otra convulsión la recorría. Empezaba un nuevo siglo y con él una crisis política. Que se vayan todos, gritábamos. Queríamos autodeterminación de los pueblos, democracia participativa, socialismo del siglo XXI y, en las aulas, lo que más impactó en mí, esta pueblerina de veinte años que empezaba a conocer la gran ciudad, pedíamos “educación popular”.
De la mano de esos primeros debates, vino la Historia: la lucha armada, las Madres y los HIJOS y la admiración profunda por esa generación de fines de los sesenta que habían surgido de nuestras aulas (no las mismas, sino las de Lucía, las de la calle Independencia) y que habían dado la vida por los mismos ideales que tratábamos de recuperar.
Pero no es de mí que habla esta novela. No es de mí, sin embargo yo estoy ahí. La novela me interpela. Me planta recuerdos en la cara, recuerdos que no pedí traer. Escucho a Lucía y me siento en esas palabras.
En la memoria de la narradora está muy presente Gabriel. Gracias a él va al Tortoni por primera vez, conoce a escritores vivos, entre ellos a A. Gabriel es el nexo perfecto entre la vida del pensionado -que ve los procesos sociales como amenaza y vela por la seguridad de cada una de sus integrantes-, y la convulsionada política universitaria. Gabriel es el traductor de esos sucesos. Interpreto, a través del relato, que Lucía es su lugar de remanso, pero solo conocemos a Gabriel a través de Lucía, o sea a través del recuerdo y de la reconstrucción de la narradora. Gabriel es un personaje fuerte, y una escena desafortunada lo tiene como protagonista: “Ideológicamente sos como una tabla rasa, pero tenés una intuición bárbara y valores innatos”, le dice a Lucía, y esa comparación con una tabla rasa es potente; por más pedidos de disculpas que vengan a continuación, es un golpe duro o, al menos, pone a Lucía en un lugar incómodo. Le echa en cara quién percibe en ella: la provinciana del pensionado de monjas que mira los procesos sociales de reojo.
Más acá en el tiempo, en 2001, el lugar que yo más habitaba luego de las aulas de Puán era el de algún asentamiento o barrio del conurbano. La provinciana recién llegada a la ciudad miraba con desprecio a mis compañeros de barrios porteños que no habían visto jamás un pobre. Yo sí los veía, una vez por semana. Tomaba mates con ellos, preparaba la copa de leche, golpeaba las palmas en cada casa para ver cómo estaban. Hasta soñaba con la idea anacrónica de la proletarización, de vivir en una de esas casillas y “luchar desde adentro”. Hubo un Gabriel en mi vida. Lo llamaré T. Con él aprendí de marxismo, de peronismo, de shamanismo y del incipiente kirchnerismo. Yo me sentía una más en las calles de barro y las paredes de chapa. Hasta que también tuve mi infortunio: “Vos venís, querés ser una más, pero tu pelo huele a shampú todos los días”, me dijo T. Y ahí el cachetazo me despertó: ya no era la provinciana que entendía a los pobres. Era la que venía del centro, visitaba una vez por semana los techos de chapa y tenía agua caliente con solo abrir una canilla.
¿Por qué aparecen todos estos recuerdos mientras leo la historia de Lucía? Si quiero contar Antes que desaparezca, ¿por qué termino hablando de mi vida? No puedo dejar de retroceder veinte años cada vez que avanzo en la lectura de la novela. “Estoy posesionada por aquellos momentos que vuelven sin que yo supiera que los guardaba tan precisos”, dice la narradora. Y es eso lo que me pasa. Soy yo también la posesionada por mis recuerdos. Sueño con ellos, se me aparecen entre las páginas, me distraen, me obligan a frenar la lectura y a escribir.
Siempre preferí la ficción frente al recuerdo. Prefería la historia imaginada que las historias “basadas en hechos reales”, incluso de la propia. Reniego de la inflación de libros de “literatura del yo” que atestan mesas de librerías y redes sociales (¡uf! Son tantos en las redes hablando de este género…). Me pregunto si no será una derrota del proceso creativo. Y sin embargo aparece Antes que desaparezca y lo empiezo a revisar porque es Sylvia, y sus novelas anteriores me resultaron exquisitas (cómo olvidar el pueblo tan bien mostrado en La orfandad y ese anarquista que me hizo -también ahí- vibrar, recordar, pensar).
No noto que han pasado horas y sigo pegada al libro. Estoy hipnotizada, y en este proceso de hipnosis transito vidas pasadas. Las propias y las de Lucía. En paralelo. Como si debiera existir la suya para que la mía pueda entenderse. Como si Lucía en la pensión observando lo que pasaba en Córdoba fuera condición de posibilidad de mi viaje a esa provincia treinta años después a recorrer lugares clave, escuchar a testigos del Cordobazo y confraternizar con compañeros de este nuevo siglo.
Que la ficción supera al recuerdo, pensaba antes de cruzarme con esta novela. Como si fueran dos cosas escindibles. “Cualquier hecho real, por decirlo así, cuando pasa a la escritura, se convierte en ficción, ocupa lugar en otro universo, con otras leyes”, dice la protagonista. ¿Quién puede creer que hay una escala de mejores y peores puntos de partida para escribir? Antes que desaparezca me dio una lección. Lo que importa al leer es lo que despierta en mí: un fuego interno que devora y excita, un latido de corazón más rápido que obliga a cerrar los ojos, o una catarata de recuerdos que nublan la vista.
Antes que desaparezca se me aparece como el cruce ideal entre autobiografía y ficción. “Ideal” porque parte de una vida particular, pero atraviesa una época compartida, y una historia de la que soy heredera. Y en esa historia pasada siempre hay pocas medias tintas al contar: o la militancia o la represión. La mirada amorosa y apasionada de Sylvia agrega algo nuevo a esa dicotomía, y lo hace con humor. Siempre hay mucho de humor en sus textos.
Cierro el libro. El proceso de hipnosis culmina. Quiero escribir sobre mis apreciaciones de esta novela y, seducida por este juego de espejos que se propone, también me inserto en la escritura. “Y al final, la duda eterna, ¿estará bien lo que estás haciendo? ¿Interesará a alguien? Concluís que no importa si interesa o no. Importa darle forma a eso que aparece en tu cabeza”, dice la protagonista. Y otra vez soy yo la que me siento en esas palabras. Esto que escribo no interesará a nadie. Pero qué bien se siente.
María Silvia Biancardi es docente de Lengua, dirige la editorial Rama Negra y dicta talleres de escritura.
Preciosa aproximación a la novela.Silvia siempre atrapa.Gracias por ayudarnos en la hermosa actividad de lectores.
Hermosa reseña, profe. Gracias por compartirla!
Excelente reseña!
Avalancha de recuerdos por acá también! Gracias por eso y por despertarme el interés por «Antes que desaparezca».