Acerca de El vértigo de la felicidad, de Amir Abdala (Nido de vacas, 2018)
Por Juan José Oppizzi
Una de las definiciones más acertadas sobre esta novela proviene de su mismo texto: “…el argumento poético hace (e hizo) hincapié en la metáfora…” Yo me animo a decir que también hace hincapié en la paradoja y en el oxímoron. De hecho, toda la novela es un gigantesco discurso fabricado mediante esas tres herramientas. Ellas sirven al objetivo central de la obra: un alarido contra la sociedad, contra el sistema.
Con un variado y rico manejo del lenguaje, acumula imágenes que son propias del poema, no de la prosa. Tal característica no va en detrimento de su índole novelística, ya que consiste en una de las infinitas maneras de encarar el hilo de la narración. A cada paso brotan conclusiones que buscan definir, pese a que el personaje narrador reniega de las definiciones. El tono general es pesimista. El personaje femenino principal, Isabel, es tan contradictorio como el que sirve de transmisor de la historia, su amante-víctima. De pronto, uno y otra se ven radiantes y puros; de pronto, diabólicos y llenos de sombras. La estructura psicológica de ambos es básicamente autodestructiva. El marginarse de la sociedad no los lleva a construirse un ámbito propio y fuerte, sino a dejar pedazos de sus vidas en cada confrontación con el orden establecido.
En su juvenil libro “Uno y el universo”, Ernesto Sabato dedica un capítulo a analizar la obra de Jorge Luis Borges y a señalar la simpatía de este por los temas que tan caros les han sido a Dostoievsky y a Sartre, entre otros precursores y sostenedores del existencialismo (aunque Jorge Luis no los mencione): amantes que matan a su amor por amor, rebeldes que se someten por rebeldía a lo que combaten, dichosos que se buscan problemas por exceso de dicha. En esa línea se ubica, por ejemplo, el terrible episodio de “El vértigo de la felicidad” en el que un brutal muchacho provoca, a patadas, el aborto de su novia, amando al hijo que esta lleva en sus entrañas. La mención reiterada de Nietszche y, precisamente, también del existencialismo, denota las amplias lecturas de Amir Abdala; las necesarias –condición sine qua non– para poder
dedicarse a escribir.
Una característica saliente de “El vértigo de la felicidad” es la falta de una acción, es decir de la descripción de hechos sucesivos. El desarrollo de la obra consiste en recuerdos reflexivos, imágenes analizadas y exposiciones del mutante pensamiento de quien narra. No hay una conceptuación clara. La prosa juega con la ambigüedad. Ese parentesco siempre afirmado con el poema trae como consecuencia ineludible que la obra finalice con uno, titulado “Abdique viejo rey”, en el que se adivina el propósito de sintetizar el credo filosófico del narrador –y del autor–. Quizá no había otra manera de cerrar una novela de raíz tan difícil de palpar como esta.
Como reflexión última, se me ocurre imaginar cómo habrá sido el proceso creativo para el autor, cuántos dolores habrá debido resucitar, cuántos fantasmas habrá tenido que enfrentar, para ir plasmando un texto tan abundoso en carnes vivas, en heridas, en desdichas.
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