Cráneo febril: “Amaneció. El escorpión murió”


Por María Silvia Biancardi*

«Apenas somos inquilinos de la lengua».
Materiales para una pesadilla
, Juan Mattio


Hace un tiempo llegaron las series turcas a la pantalla de la televisión abierta y algo se modificó en el mundo de la telenovela. Nuevos paisajes, nuevas costumbres, nuevos modos de pensar las mismas relaciones humanas irrumpían en la cotidianidad de la tele. Por eso no es una sorpresa decir que la serie que me movilizó este verano (y no gracias al algoritmo de Netflix, sino a una recomendación de boca en boca) es una serie turca. Como tampoco sorprende que se trate de una distopía en la que un virus afecta a la humanidad y cambia las reglas del mundo. Porque, claro, ya no es la televisión abierta la que nos acostumbró a ello, sino la misma realidad.


Lo que sí sorprende es pensar que un mundo apocalíptico puede estar diezmado por un virus que no mata, y que tampoco duele, pero igual puede generar caos, agonía, angustia y marginación. Afecta a la cordura, si es que eso existe. Y la locura asusta.


En este mundo que presenta Cráneo febril un virus se propaga por el aire en forma de sonidos. Son las palabras de los afectados las que contagian. Quien escucha, enferma. Se trata de la “farfulla”, una enfermedad por la cual quienes la padecen dicen palabras sin sentido, deambulan como predicadores contando sus incoherencias a todo el que se cruce. “Amaneció. El escorpión murió”, dice Haluk, y la farfulla se despliega. Y como si eso no fuera lo suficientemente incómodo, todo aquel que escuche al farfullador, comienza a farfullar. Por eso es imposible salir a la calle sin protectores auditivos.


En este contexto, conocemos la historia de Murat, apodado “Cráneo febril”, un lingüista que formó parte de un proyecto para conseguir la cura y se volvió inmune a la enfermedad. Enfrentarse a farfulladores le aumenta la temperatura de su cabeza, pero no lo contagia. Y con su presencia, aparecen todos los elementos que una sociedad distópica necesita: los déspotas que aprovechan la situación para aislar y reprimir, quienes prefieren la sociedad enferma, las organizaciones clandestinas, la fe en la humanidad y el amor.


El virus, repito, no mata. Solo altera la facultad de hablar, que se vuelve exasperante, incomprensible y absurda. A pesar de eso, la sociedad se modifica de manera radical y el mundo, tal como lo conocemos, desaparece. ¿Por qué algo que altera solo una parte del ser puede pensarse como apocalíptico? Veamos.


“Si pudiera liquidar mi amor por el arte, dejaría de comer basura”

«Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje,
alguien canta el lugar en que se forma el silencio».
Alejandra Pizarnik


Cuando Chomsky escribía más de lingüística que de política, uno de sus intereses estaba dado en la búsqueda de una gramática universal. Para la teoría del “innatismo” del lenguaje, hay algo dado de antemano en nuestros cerebros que se activa al ponerse en contacto con una lengua natural. En ese marco, tiene un rol importante la sintaxis, que sería el conjunto de reglas del lenguaje que se “llena” con el contenido de cada lengua. Los farfulladores de Cráneo febril parecen ejemplares de esta teoría, en tanto mantienen intacta la sintaxis, pero pierden la semántica, es decir, el significado de las oraciones que construyen. Y peor aún, si bien en algunos momentos parecen conversar entre sí, no respetan tonos, ni turnos de habla, ni nada que haga al lenguaje un medio de comunicación. Así, los enfermos no mueren, pero sí lo hace su capacidad de vivir en sociedad.


“Si pudiera liquidar mi amor por el arte, dejaría de comer basura” dice la grabación que escucha Murat y su temperatura cerebral sube. Y aunque parezca poesía, es farfulla. Es un sinsentido que enferma. Y enfermar de lenguaje parece peor que esperar la muerte. El muerto se entierra, el farfullador convive con los “normales” y da lugar así a la mejor excusa para el despotismo y la marginación.


Este contexto apocalíptico propuesto por la serie de Netflix invita a pensar mucho sobre el funcionamiento de la sociedad, pero también sobre el lugar que ocupa el lenguaje para la humanidad.


“La palabra es irreversible, esa es su fatalidad”, decía Barthes. Una vez que se la dice, no hay vuelta atrás. Solo nos podemos corregir añadiendo más palabras. Para Barthes farfullar es entonces “el signo sonoro de un fracaso”, un ruido comparable al del motor que nos hace entender que no está en condiciones. Los farfulladores de Cráneo febril son el signo social del fracaso. Son la derrota de la humanidad frente a la posibilidad de nombrar al mundo y vincularse entre sí. Hablar deja de ser constitutivo de ser humano para convertirse en una maldición.


Farfulla, cuarentena, manifestaciones políticas, represión, deshumanización y sobre todo el dolor de la pérdida del vínculo con los seres queridos (que están ahí, en presencia, pero desconectados de lo “real”), en ocho episodios impecables.


Y en medio de todo eso, como una posibilidad de vencer el fracaso, la cabeza de Murat hierve de fiebre y de metáforas visuales. Sus sueños desgarradores son símbolos que dan un sentido al mundo sin la mediación de las palabras.


Tal vez entonces de eso se trata la cordura. De un lugar en el que habita el sentido y el lenguaje se ausenta. O tal vez, como en Cráneo febril, no seamos más que seres necesitados que buscamos en el otro la palabra para salvarnos a nosotros mismos.


*María Silvia Biancardi es docente de Lengua, es responsable de la editorial Rama Negra y dicta talleres de escritura.