«Punto muerto», de Rodrigo Miguel Quintero

Punto muerto

por Rodrigo Miguel Quintero*


Perdí el bondi que iba para el sur. Volvía a mis pagos. Preparé algunas pocas cosas, total pronto estaría ahí como gran soldado romano la vieja. Éramos re pibes, mi hermana ya se había ido a Buenos Aires a estudiar psicología en la UBA. Lejos quedaba nuestra vida en el sur. Se perdía un poco más cada año como se pierden las olas mar adentro.


Llegué a la termi. El aire denso y circundante me recordó a esa vibra de la gente que está de paso por la vida, a modo de gaviota. Entré.


Tenía los pasajes, el dinero cash (mercado pago no existía), el documento y mi sacra santa bolsa de provisiones. Nunca puede faltar en un viaje de 40 horas sentado. Los cordobeses que frecuentaba me solían decir: «Gringo, llevá un lápiz para pintarte la raja del culo». Yo, no solía reírme, en venganza, solía contestarles con algo como: «A vos ni el culo ni los huevos te quedarían». Nunca me respondían. Eso me agradaba.


Junté mis cosas, prendí un cigarrillo y me senté a esperar. Tenía mucho tiempo aún. Fumé tranquilo. De repente, me bajó un enorme cansancio de parciales, de trasnochadas por rendir bien, de más trasnochadas por rendir mal, de amanecidas estudiando inglés y su enseñanza con Jeremy Harmer, de fonética inglesa y los voiced/fricative sounds, de tantas noches y tardes… sentí una terrible somnolencia. Se me cayó el cigarrillo. Dormí profundamente. Un enorme sacudón me despertó…


—Pibe, hace un tiempo que te veo durmiendo, ¿estás bien? —dijo un hombre, preocupado.


—Hola, sí, estoy bien. En un rato sale mi bondi, voy para el sur.


—Lamento decirte que ya salieron todos los colectivos de hoy. Mañana se reanuda el tramo. Pasame tu boleto. —Se lo extendí. Olía a mugre y estaba todo arrugado.


—Uhhh… Rodrigo, tu micro salió hace dos horas…


—¡No te puedo creer! Vengo hace varios meses planificando este viaje… —dije alarmado.


—¿Querés llamar a alguien?


—A mi vieja y a mi abuela. Se van a preocupar.


—Van a entender, fue un accidente. —Saqué la billetera nervioso. Una foto de mi abuela y mi mamá juntas cayó al suelo.


—Perdón…


—Tranquilo, no pasa nada. ¿Quiénes son estas dos mujeres?


—Mi abuela y mi vieja.


—Buenas personas… —dijo mirando la foto y me la devolvió.


—¿Tenés algún amigo para pasar la noche?


—A esta hora no.


—Llamá a tu abuela y a tu mamá yo voy a cerrar la terminal. Te podrías quedar en mi casa, pero justo hoy tengo un trabajo de sereno nocturno y mi casa queda a una hora de acá. Disculpá, no me presenté, soy Humberto, mucho gusto Rodrigo. ¿Qué estudiás?


—Profesorado y traductorado de inglés. ¿Cómo supiste que era estudiante?


—Gajes del oficio —dijo mostrando la mitad de los dientes.


—Tomá, este es mi número. Si andás perdido por Córdoba me llamás. Cuidate, gringo. Cierro la terminal. Quedate que a las cuatro retoman los primeros servicios. No creo que al sur, pero podés volver a tu pueblo de acá. Suerte.


—¡Gracias, Humberto!


Humberto se alejó lentamente. Primero, se volvió una sombra, después, un punto entre toda la oscuridad y el silencio. Tanteé buscando mi atado de Parisienes. Antes de hacer público mi abrijetismo y comerme el bochorno, tenía que fumar. Encendí un cigarrillo. La brasa iluminó ese agujero negro, muerto y vacío. Sentía el sonido sutil de las brasas quemando el papel. Lo disfruté. Olvidé un momento el cagazo terrible que tenía. Yo que siempre me había escondido para fumar, ahora podía fumar en cualquier lado. Me sentí Rockefeller por un rato. Prendí dos puchos más. Esperé.


Necesitaba caminar un poco. Me empezaban a doler las piernas y los tobillos de tanto estar sentado. Caminé unos cuarenta minutos aproximadamente. Poco se distinguía entre tanta oscuridad. Las sombras y los bultos llamaban la atención. Eran esas cosas que de día ni ves, pero de noche adquieren vida propia. Faltaba que respiraran y hablaran, yo infartaba y crash… cartón lleno. Sentí miedo. En ese instante, agradecí que Stephen King escribiera ficción. Llamé primero a mi vieja, después, a mi abuela. Del otro lado, se escuchaba un silencio pesado.


—Hijo, no te preocupes, ¿estás bien? —dijo mi vieja.
—Sí, estoy en la casa del Colo y Carla —dije con naturalidad apretando los dientes.


—Genial, mandales saludos a los chicos. Son cosas que pasan. Mañana temprano te deposito para que vuelvas a Villa María y la próxima semana te venís para acá. Pasá la navidad con tu abuela, tus tíos y tus primos… te quiero. Ya está —dijo y colgó. Mi celular ya no tenía crédito. Faltaban todavía dos horas para que reviviera la terminal.


En ese instante, el encierro me empezó a enloquecer. Abrí mi bolsa con provisiones. Agradecí que siempre llevara abundante comida. Tenía como para tres horas de vianda todavía. Comí y fumé como un desesperado. Parecía un prisionero esperando el veredicto de una corte de bultos mudos y estáticos. Sentí que no existía el tiempo. Es una invención que nos hacemos para medirlo cuando falta pero nunca cuando sobra. Mi reproductor de MP3 tenía bastante carga todavía. Me quedé escuchando Soda, Los Redondos, La Bersuit, Charly García, Gazpacho, Árbol. Me entró una sed abismal. Saqué mi botella de agua mineral de litro y medio. Bajé media botella dando tres sorbos largos. Estaba perdido en una isla solitaria o abandonada. Empezaba a oler mal y estaba ansioso. Me fijé en el reloj pulsera. Faltaba media hora. ¡Para mí eran cien años! Fumé hasta terminarme el paquete. No se veía mucho. Algunas luces de autos comenzaban a asomar, voces madrugadoras subían de tono mientras se acercaban para finalmente alejarse otra vez.


Pasaron los «cien años». La terminal abrió. El bar también. Tomé un buen café, unos tostados (que los cordobeses dicen carlitos), una bandeja con facturas recién hechas que se agregó al bolso de las provisiones. Fui al cajero, saqué dinero y volví a Villa María, no sin antes comprar el nuevo pasaje al sur.


Navidad pasó rápido. Lo pasamos muy bien. En mi casa, mi madre a veces preguntaba por qué estaba tan pensativo. Yo no le contestaba.


Según mi abuela los ángeles aparecen y desaparecen, ¿qué habrá sido de la vida de Humberto?


*Rodrigo Miguel Quintero es traductor, profesor de inglés, poeta y narrador. Vive en Patagonia. Finalista de “Mundo literario 2004”, disertante en “II encuentro de poetas latinoamericanos”, 1° premio municipal por “La máquina de sueños” (novela), premio Honorable Concejo Deliberante y mención honorífica del Centro Gallego, entre otros. Seguí su podcast: “un día en la farmacia” y su blog: https://relatosquevan.blogspot.com/ 

Imágenes de portada y terminal: Cristian Beckerle // https://flickr.com/photos/crismdq/
Imagen nocturna: eddy heranndez // https://flickr.com/photos/144533767@N05/

2 comentarios sobre “«Punto muerto», de Rodrigo Miguel Quintero

  1. Mariana

    Que lindo, a medida que vas leyendo te metes en la historia, en el lugar, cuánto detalle.

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