En el filo entre el 2021 y el 2022, Alejandro Gómez Monzón reflexiona sobre la muerte de Charlie Watts y el nacimiento de Atahualpa Yupanqui, sobre un rockero que no murió joven y un tradicionalista lleno de modernidad, sobre un rolling stone (piedra rodante) y el cantor que hizo de la piedra y el camino su destino.
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Decir que el 24 de agosto pasado murió un Rolling Stone puede significar varias cosas. Que se despidió alguien que había roto con la máxima rockera de expirar joven. Que si algo hicieron los Stones es beber el elixir de Juvencia, y que por eso Watts, en realidad, continuó con la tradición del adiós prematuro. Que murió el tío de los otros tres, o el más paternal de la banda (o del conjunto, según se afirmaba desde cierta jerga, con remisiones a una idea más de “sonar con” que de rock del aguante, ese que en parte derivó de los propios Stones). Que en términos argentos y de garaje, murió el menos rolinga de los cuatro, el más invisible pero acaso el más omnipresente de ellos. Que no hay que olvidarse de Watts y el jazz…
Alguna vez, casi como titulando un aguafuerte de Roberto Arlt, Charly García sentenció: “hay gente que piensa que los Rolling Stones son pobres”. La épica –en estos tiempos se echa mano recurrentemente a esa palabra: por exageración y probablemente por necesidad de hazañas – de alguien como Charlie Watts fue hacernos creer algo más que una presunta pobreza de chico malo. Fue haber generado la sensación de que siempre, más allá de los años, habría una nueva oportunidad de ir a ver a los Stones y de encontrarlo ahí, tripulando, con su sombra sabia, la rítmica de Richards y las corridas de Jagger…
El que viene de lejanas tierras
Ganar la noche, le recomendó Hermann Hesse al Yupanqui que había tenido que preguntarle a la guitarra, precisamente, por qué la noche es tan larga.
Hace casi treinta años, Atahualpa se ganaba en la noche. Antes de eso, fue el más indigenista y gauchesco de nuestros cantores, el más antiguo y moderno, el que parecía llegar desde el inicio de los tiempos y el que fue contemporáneo de los Beatles y amigo de Julio Cortázar.
Como el fuego- llanto de la luz-, o como el panadero que desentierra en harina el amanecer, fue otro confidente de la madrugada. Había nacido en Pergamino con el nombre de Héctor Roberto Chavero, y murió en Francia. Soy de un pago llamado huella, decía.
Más allá de esa afirmación, el mundo de su pampa natal lo inició en la devoción por el caballo, lo llevó a los desvelos de la guitarra y, mediante las coplas de los trovadores errantes y anarquistas, alimentó su ojo puesto en el campesinado desposeído.
“Atahualpa Yupanqui”, contaba, significa “el que viene de lejanas tierras a narrar algo”. Pese al nombre incásico, esos remotos lares no son sino los de la planicie bonaerense que lo vio nacer en 1908. El día 31 de este mes se celebra el natalicio de este cantor que, con justicia, avisaba: “No soy viejo, hace muchos años que soy joven”.