“…Y paso los días midiendo con los ojos la altura de los muros”.
Diderot. La religiosa.
Se desperezó a media mañana. Recordó que tenía cita con su odontólogo y se levantó pesadamente, descorriendo las cortinas blancas del cuarto. Una resolana tenue decoraba el día, haciéndola sentir cansada y sin entusiasmo. Se lavó la cara, orinó y recién después se cepilló los dientes, quitándose el mal aliento y alguna que otra evidencia de carne o fruta de la noche anterior. Mientras hacía gárgaras, pensaba que era un método innecesario refrescarse la boca para ir al dentista, ya que él usaba barbijo y guantes descartables: toda una cadena de elementos nerviosos que la hacían dudar si las precauciones tomadas podían ser biodegradables o no. Se prometió experimentar al respecto.
Ya en la cocina, preparó el mate y calentó la pavita de aluminio que le había regalado su madrina meses antes de morir. La extrañaba cada vez que prendía la hornalla y sorbía el líquido amargo sola, sin más compañía que la gatita callejera que la visitaba cada tanto maullándole en el ventiluz del baño. Lograba escucharla por las dimensiones chicas y humildes de su casa. De todas maneras, no tendría tiempo de sorber tantos mates amargos como para eliminar su refrescante higiene bucal. Miró el reloj imantado que descansaba en la heladera y se apuró a salir. La espera de quien la esperaba no merecía retraso ni hacía justicia a la impuntualidad. Por lo menos, no con sus principios.
“Rocío Vidal”, la llamó la secretaria. “Vidal Rocío”, repitió ella, parándose. Una vez que estuvo adentro del consultorio, cerró la puerta y se quedó de pie hasta que el dentista la invitó a sentarse. “A ver, Rocío”, le dijo él. Y ella respondió, casi al unísono: “Rocío está”. El dentista provocó adrede el falso eco que lo secundaba. Sonrió. “Hace mucho que no venís”, la amonestó. Le pidió que se recostara sobre el sillón reclinable. Obedeció, tranquila, mostrándole la dentadura completa. “Muy bien”, la alentó él, y ella se sintió orgullosa, dejándose hamacar en las palabras de aprobación. “Voy a pinchar. Respirá hondo y relajate”. Respiró hondo, pero no logró relajarse. La luz que usaba el dentista (para interrogar a lo largo y a lo ancho de la cavidad bucal) la enceguecía. “Gingivitis, Rocío”. “Rocío, sangra; sí”, le aclaró ella.
El dentista trabajó limpiando el sarro y la hinchazón de las encías. Ella se enjuagaba y descansaba por tandas. No le dolía la presión del torno entre los dientes. Al contrario, la hacía imaginarse de niña observando las luciérnagas que bailoteaban en la ventana de su vieja casa del campo o en el pelaje sedoso de su entrañable petiso “Pipo”, que también le había regalado su madrina cuando se casó con el dueño de una estancia vecina que sembraba la tierra con tractores, máquinas agrícolas y fertilizantes, todo un conjunto nocivo para la salud de los que vivían cerca. En el interior de su inocencia, aún era feliz sin saberlo; incluso con el sabor ácido de la sangre y el jugo de la saliva salpicándole los párpados de sus ojos cerrados.
“El tratamiento es cada seis meses”. El dentista le hizo una receta para que cambiara el cepillo y la pasta dental. “Te podés sacar eso, si querés”. Ella se dejó el babero mojado que colgaba del cuello de su musculosa negra. No se lo sacaría. Consideraba un sacrilegio moral despreciar los efectos brillantes que producía la luz; cualquier tipo de luz (aunque no reconociera con facilidad ciertos matices). La secretaria entró y le alcanzó una nota de próxima visita con letra de imprenta, grande y clara. “Pegá esto en un lugar que lo puedas leer, Rocío”. “Rocío agenda”, se dijo para sí misma doblando el papel y guardándolo con cuidado en la riñonera. La secretaria, seña mediante con el dentista, le desabrochó el babero y lo tiró al cesto de los desechos plásticos. Rocío siguió el vuelo lento del bollo azul marino hasta que quedó apoyado en la cúspide de los otros bollos azules marinos. “Tomá uno nuevo”, le ofreció el dentista. Lo agarró y lo apretó en su mano derecha. “Ay, Rocío”, le comentó la secretaria jugando a retarla. “Rocío es”, le respondió ella, pegándose suavemente en la frente.
Después del almuerzo, Rocío se encontró en el patio de su casa deshilachando un buzo de lana color bordó que colgaba de la soga. Los copitos que parecían de nieve flotaban hasta caer en el silencio de la siesta, llenando de fantasía y asombro el piso de cemento. A su lado había un limonero alto, de esos limoneros que suelen abastecer de frutos durante todo el año. Desde sus infinitas ramificaciones, se apreciaba la redondez amarilla e intensa de los limones que chocaban contra la pálida resolana. El efecto provocaba una sensación de ausencia, tan particular en ese rincón inmóvil de la llanura pampeana.
Otras veces, el espectáculo de la lluvia era muy requerido en primavera: las calles simulaban convertirse en una enorme canaleta tapada de hojas secas, donde el inocente desprejuicio de los niños y las niñas hacían valer en el verdadero baile, empapándose bajo las gotas.
El patio era tan chico como el ancho de unos brazos estirados en forma de cruz. De nada serviría para Rocío ostentar un lugar amplio o repleto de habitaciones, si sólo vivían ella y sus pensamientos; similar al que la estaba sorprendiendo en ese mismo instante, cuando acomodó el babero que le había regalado el dentista ante el pie enraizado del limonero. Calculó unos minutos y le puso un ladrillo encima para que no se volara ni fuera destruido por la curiosidad de la gatita que solía visitarla. Concluyó que de esta manera averiguaría si la composición del material era biodegradable o no.
Contenta con su ocurrencia y con el recuerdo de haber parecido más repetitiva que de costumbre en el consultorio del odontólogo, buscó las agujas de tejer y, mientras unía unos escarpines punto por punto, se remontó hacia su adolescencia cuando, en octavo grado, la profesora de Lengua y Literatura la hizo leer y debatir (detalle no menor) el cuento Casa tomada, de Julio Cortázar. Esa aventura le valió el principio de una cosecha apilada de libros disfrutados.
En sus movimientos precisos de lana y aguja, se involucró en la vida rutinaria de Irene, identificándose con la descripción que daba su hermano sobre ella en el relato: “…Una chica nacida para no molestar a nadie”. Según Rocío, esas palabras eran sinceras, siendo que ella misma también había nacido para no molestar a nadie; pero, en su indiscutible situación, sí para incomodar a mucha gente. Su ánimo subía y bajaba, y el hechizo de la literatura se rompía cuando los fantasmas tomaban cuarto por cuarto la casa y despojaban a los moradores de sus existencias apacibles y monótonas.
Rocío, sin poder diferenciar esfuerzo de voluntad, se molestaba con el final que le presentaba el autor. Y por este motivo aprendió a tejer. Se había propuesto que el cuento no terminaría nunca de la manera dispuesta. En su inquietud, era una joven curiosa y honesta. Consideraba que lo importante eran las preguntas y no las respuestas. Su tiempo estaba dividido entre el silencio y la soledad. En el medio se dibujaban baches oscuros. A veces, perdía la noción de la realidad y se encontraba con su casita colmada de globos de colores, velas prendidas a merced de la noche o todas las canillas abiertas y tapadas, donde flotaban barquitos y grullas de diarios viejos. También, le gustaba responder con su nombre, porque decía que era su firma al comenzar una frase. Su fuerte consistía en encontrar lo bello, lo profundo, lo íntimo; y daba por sentado sobremanera que lo superficial y lo llamativamente estético no encajaban con su personalidad, aunque jamás dejaba a alguien hablando solo, ni mucho menos sin escucharlo.
Su inteligencia era única; y lo sabía. Sacaba provecho de ello cuando un cosquilleo en la entrepierna (que le venía cada tanto) le avisaba que tendría que caminar los ciento setenta y siete pasos contados de ida hasta su incuestionable secreto. Y cuando este hecho sucedía, abandonaba la tarea que estuviese haciendo (como ahora tejer) y salía sonriente y despreocupada en busca de su fortuna; fuera ésta: buena, mediocre o absurda.
Al principio, Rocío se mantuvo alerta; después, se relajó y gozó. Su excitación crecía acorde a las embestidas rápidas del cuerpo que se encontraba debajo de ella. Se enfrentaba a unos labios conocidos que la mordían. De su piel afloraba un perfume húmedo, producto del roce. El placer la seducía. De pronto, sintió sobre su espalda la presión de una mano rugosa que empezaba a calentarse en sus muslos. Tardó en darse cuenta de que no eran caricias. Los golpes vibraban secos. Su sensibilidad cabalgaba dentro de un sentido injustificable. Como pocas veces le pasaba, retomó el camino trazado hasta la posición que ocupaba y se sorprendió al recordar que había reparado en una sombra que se paseaba inquieta. La voz que provenía desde abajo, imitando la entonación de una garganta que pedía auxilio porque comenzaba a asfixiarse, preguntó: “¿Por qué le pegás?”; y desde arriba, como si Dios estuviera dándole una lección de dialéctica al diablo, contestó: “Para ablandarle la carne; igual a la milanesa”.
Las figuras continuaron moviéndose en una oscuridad transitoria, hasta la eyaculación de los dos hombres. Cuando el que castigaba cayó agitado hacia un costado, ella le confió al oído del que hacía rato respiraba con normalidad: “Estoy embarazada, papá”.
Eran las cuatro de la tarde. El aire en la habitación se congeló. Y el cielo se había despejado.
Rocío, el padre y el amigo descansaban acostados uno al lado del otro en la cama. Ella sintió que un líquido espeso le corría por su brazo derecho. Se incorporó, prendió la luz del velador pasando por encima de su padre y notó que el amigo babeaba espuma. Escuchó un lejano: “Ayudame, Rocío”. Esperó un momento y dijo: “Rocío, ya hizo”. Sin más, se levantó, se puso la musculosa negra, la pollera de jean, las sandalias y se peinó frente al espejo de la cómoda.
Al salir, dejó la puerta abierta de par en par.
Cuando su madre la cruzó, ella cavilaba sentada en un banquito de madera acariciándose una pancita de tres meses.
“Vamos a tomar un té”, la invitó su madre. “Ya vine”, le contestó Rocío. Por libre asociación, su madre se dio cuenta de que Rocío ya había estado en su casa, pero se hizo la desentendida. Ambas entraron esquivando objetos de albañilería. El padre y su amigo revocaban una pared picada. “¡Bien, bien!”, los arengó la madre. “Con este clima no se va a secar un carajo”, le respondió el padre, más para sí que para ella. Tampoco les importaba demasiado. La estructura de la casa se desmoronaría al menor descuido. O, fantaseaba Rocío, algún día se posaría un pajarito en un clavo equivocado y… ¡Bum! Su idea le causaba paz, sin saber bien por qué.
Mientras su madre le alcanzaba la taza y le advertía mediante señas que la porcelana podía estar caliente, le comentó con complicidad que le resultaba agradable el amigo del padre. Precisamente usó estas palabras: “Me parece atractivo”; a lo que Rocío, muy ágil de mente, le contestó: “Le gusta la milanesa”. Ante la respuesta, la madre exageró una carcajada incómoda. Después de la pausa, Rocío agregó: “Tiene rabia”. Su madre tragó saliva, intuyendo lo evidente; además de lo que ella ya conocía.
Sin embargo, la función continuó: “Estás más gordita, Rocío…”; “Rocío por el bebé”. La madre sorbió mirando la taza humeante. “¿Cómo sabés eso?”; “La madrina una vez”, reafirmó con una mueca de alegría. En este punto, la madre relacionó todas las ideas que su cabeza no quería conectar. La indagó: “¿Tu padre sabe?”. Rocío abrió grande sus ojazos azules, diciéndole entre inocente y maliciosa: “Mejor que yo”.
Esta vez, eran las siete de la tarde y comenzaba a anochecer. Se escuchaban los ruidos de las herramientas arrastradas a sus respectivas ubicaciones. El té de boldo de Rocío estaba helado. Su madre (siempre que le era necesario obviar lo evidente) se olvidaba de que a su única hija no le caía bien ninguna infusión de plantas o yuyos.
En ese instante, asomándose a la ventana, el amigo del padre se despedía mostrando la palma de su mano derecha.
El padre fumaba pitadas cortas de una pipa. La madre tarareaba una canción de moda. Rocío estaba apoyada contra la parrilla. Al verla, los últimos reflejos de la tarde hacían sentir que ella era una parte necesaria de la primavera. Su pelo lacio, corto y negro la posicionaban en un pedestal inalcanzable. Su madre le tenía envidia y se lo hacía saber mediante indirectas. En tanto, su padre, sentado en el suelo, sucio, preparaba su diaria dosis de vodka, caña de ruda y soda. Un trago detonante para los estómagos que no estuvieran familiarizados en levantarse con dolor, no sólo de cabeza sino, también, de hígado.
“Dale un trago”, dijo él. Su madre, insidiosa, retrucó: “Está embarazada”. “¿Y?”, insistió él. “Preguntale a ella”, se desligó del peso de esa molesta verdad. El padre la miró y frunció los labios achicando su ancho mentón. Suponiendo que la belleza tuviera algún parámetro discutible y estable, en Rocío no había ni se toleraría ningún tipo de discusión. En definitiva, era perfecta por su sencillez, inocencia y modales sensibles.
“¿Y si abortás?”; “No”; “¿Acaso tu madrinita no te enseñó que eso se puede pagar?” Rocío aguantó el llanto al recobrar la imagen de su madrina contándole todas las calamidades que había hecho su madre para no tenerla. Le respondió: “No quiero alambre de apio”. “¿De qué habla?”, preguntó el padre, inquieto. La madre, algo acalorada, le dijo: “Qué tonta. Vos sabés…”; el padre la interrumpió con sequedad: “¿Qué mierda es el alambre de apio?”
Rocío, cuando se ponía nerviosa, se quedaba quieta y abría muy grande sus ojazos azules. La madre balbuceó una respuesta incongruente para conformar al padre que, producto del alcohol, empezaba a desconocerse.
“Nadie te va a lastimar”; “¿Qué le querés decir, Elsa?”; “Que podemos pagarle a un médico para que…”; “No tenemos plata”; “Ella sí”; “Pero es de ella. Y bastante hace por nosotros”. La madre respiraba con odio tratando de reprimir las palabras que brotaban de su lengua. Cuando se arrepintió, era demasiado tarde y su boca sangraba. La frase había sido lapidaria: “¿Vas a ser papá y abuelo a la vez?”
Rocío se pasaba los dedos por el pelo. Se encontraba confundida. ¿Acaso no estaba bien lo que ella practicaba con su padre? ¿Acaso no fue su madre la que una noche la invitó a unírseles para que “Descubriera el sabor de lo bueno”? Le daba lo mismo el resto de la escena: su padre, desde que tenía uso de razón, le pegaba a su madre; pero a ella nunca le había levantado la mano ni pedido plata ni favores. La amaba tal como era y no la forzaba a tomar decisiones contra su voluntad.
Su padre se paró agarrándose de una silla, se acercó hasta ella y le dio un abrazo fuerte, largo y cariñoso, casi de despedida. Rocío lo imitó. Cuando se soltaron, le dijo tocándose la panza: “Vos Pedro”.
No hacía falta agregar nada más. Eran las nueve menos de diez de la noche. Y todavía quedaba una pregunta: ¿qué filosofía de vida acertaría sin equivocarse?
Rocío estaba acostada boca arriba. Se había bañado para sacarse, sobre todo, a su padre de la memoria de su cuerpo. Su madre y el amigo no le interesaban. Mientras ansiaba sentir las primeras pataditas, los primeros movimientos de felicidad en su creciente pancita, notó que se desparramaban por todo el cubrecama los copitos de nieve color bordó que entraban por la ventana con la refrescante brisa de la última hora del día.
Esperó.
En sus veinticinco años y con las dificultades y prejuicios que atendía, su impulso y afán por vivir no cesaban. Por ese motivo quería ser madre: para mostrarle a su hijo (lo imaginaba varón, porque la cuidaría) las ilusiones y desilusiones que presentaba la vida.
En su mente no reinaba la hipocresía. Las veces que había estado confundida y al borde de un acto incorrecto siempre aparecía alguna relación rápida, alguna interpretación del pasado o los detalles más invisibles que la salvaban inventándole los “baches oscuros” que creía tener.
¿No habría en el mundo otra persona como ella?
“Claro que las hay, mi amor”, le decía su incondicional madrina. Caminaban juntas, de la mano, por un sendero de álamos viejos que, a lo lejos, se completaban en un laberinto de curvas y sombras. “Un poeta español muy sabio escribió: Caminante no hay camino / se hace camino al andar”. Rocío contaba la cantidad de álamos ansiando que su madrina comenzara a recitar otra y otra y otra vez la inexplicable (hasta entonces para ella) sensibilidad de esos humildes versos.
Rocío había heredado la riqueza económica de su madrina. Al no saber qué hacer con tanto capital, se dedicó a pensarlo. Los capataces y peones sabrían administrar esas tierras. Ella los visitaba cada cierto tiempo, comían un rico cordero a la estaca que empezaba a asarse a las cuatro o cinco de la tarde, se tomaba vino patero de los viñedos de cosechas anteriores guardados en la bodega, se horneaba pan en el horno de barro, se recolectaban las verduras de la huerta para las ensaladas, las frutas de los frutales para el postre, se contaban anécdotas entre brindis, risas y recuerdos y además, y tal vez lo más importante para Rocío, se hacía una sobremesa larga hasta el amanecer.
¿Qué más podía pedir? Llevaría a su hijito Pedro a conocer a las personas que la hacían feliz. Y, por qué no, dejaría que su madre le hiciera upa y pasara el tiempo que quisiera jugando y mimando a su nieto. A su modo, entendía que las abuelas estaban para consentir un cariño que los padres no sabían dar.
Mientras se dormía, escuchó que la gatita la llamaba maullando por el ventiluz del baño. Suspiró aliviada y se tapó con la sábana blanca bañada en copitos de nieve color bordó.
Afortunadamente, no sería una noche cualquiera.
***
El autor: Amir Abdala nació en Rojas (Buenos Aires) en 1990. Escritor autodidacta es autor de los poemarios Hay un poema dormido, hay un poeta despierto (Imaginante, 2015), Lo único que pasa es lo que no se recupera (Imaginante, 2016) y la novela El vértigo de la felicidad (Nido de Vacas, 2018).
(*) «La rabia» es un relato inédito y fue seleccionado para la participar de la Antología Literaria Digital Nro. 66 (Agosto 2021) de la revista El Narratorio.