Recuerdo
Juan se llamaba. Un día estábamos tomando la merienda en casa y se meó encima, mucho, hasta un charco hizo bajo la silla. Se dio cuenta, se asustó y con un movimiento de manos se tiró la leche sobre la remera. Era todo un desastre, meado y manchado.
Mi mamá lo había invitado ya varias veces antes. Quería que yo haga amigos en el barrio al que recién llegábamos, o al menos eso me decía.
Antes de ese día había estado todo bien con Juan. Así que lo llevaron al baño, le pusieron ropa mía y llamaron a su mamá para que venga.
Otro día, después de mucho tiempo y de que yo insistiera, vino de nuevo. Pero hubo lío. Esta vez nos peleamos a las piñas, como los titanes del ring, pero de verdad y por un juguete, me parece que era un muñeco de El Zorro. Después de esa pelea ya no nos vimos más.
Mi mamá lo comenzó a llamar Juanchilo, así le decían en el barrio. Yo le preguntaba por Juan, pero me decía que no lo podía ver. Primero me había dicho que se había mudado, pero un día lo vi desde lejos en una ventana de su casa. Le dije a mi mamá. Entonces me contó que estaba enfermo, que era grave, que no podía salir de la casa.
Después en el barrio no se lo vio más.
Conocí a otros chicos. Algunos siempre tenían algo para decir de Juan: que se meaba, que era un tonto, un gil. Se notaba que no lo querían. Aunque no llegamos a ser amigos -faltó un ratito de tiempo nomás-, a mí no me gustaban esas palabras.
Pasó como un año, o más, y por fin me lo crucé en la calle, bah, en la mismísima esquina de su casa. Lo llevaba de la mano su mamá, medio a la rastra. Juan caminaba difícil, arrastraba un pie y tenía la boca semiabierta. Lo miré pero no me miró. Parecía que solo le importaba la mano que lo llevaba. Cuando llegué a casa yo estaba mal, así que le pregunté a mi mamá qué le pasaba a Juan. Ella sólo me dijo que ya no se hablaba con la mamá de Juanchilo y que mucho no me podía decir.
Me empecé a olvidar de Juan. Empezó a ser Juanchilo y de a poco me dejó de preocupar. No lo pude ver más, tampoco me iban a dejar verlo, lo cierto es que no lo intenté. El tiempo pasó y cada uno por su camino.
Palabras
“Los pájaros de la tristeza” de Luis Mey (Seix Barral, 2017) me despertó ese recuerdo anterior, guardado, muy profundo. También trajo a la memoria a muchos otros sobre los que no escribí, pero que se cruzan en nuestras vidas y que, tal vez, tuvieron ese mismo o parecido destino y simplemente quedan anclados en un lugar subterráneo.
“Los pájaros…” es una historia en la que aparecen los juanchilos no sólo con sus desdichas o con los intentos de olvido por parte del resto. Lo crucial aquí, me atrevería a decir que un logro de su autor, es cómo aparece la voz de esa niñez que se mira desde lejos y a la que se intenta ocultar detrás de las ventanas, detrás de apodos, incluso de las normas, porque estos pájaros de la tristeza se portan muy mal. Manuel y Jaime no se quedan tranquilos y sentados con su destino de “especiales”, no les gusta que los lleven de la mano. Se encargarán de dar combate a su manera, con gomera, con encendedor o con la imaginación, todo lo que les permita sobrevivir.
“Me fui corriendo a casa y me fui a visitar a mi hermana del cielo al jardín del fondo y ahí estaba y no me dijo ni una palabra y ni siquiera sacó su muñeca del agujero de tierra y se quedó en ropa blanca de dormir como vestido y haciendo silencio hospital atrás de la planta de flores de mami con los ojos bien abiertos y en vez de un osito abrazaba mi gomera”, dice Manuel en un fragmento.
Manuel construye un refugio, su hermana muerta. Y tiene un arma, una gomera, con la que demuestra puntería olímpica. Pero, ¿se defiende nada más? Su hermano mayor, Jaime, tiene un brazo malo y Manuel no entiende muchas cosas de las que pasan. Por eso será que ambos se necesitan para sobrevivir: “Me saco el calzoncillo. Me quedo en pitito. Pasa un auto temblando y mira con los ojos de redondel y la mamá del auto le hace carpita a la nena de atrás. Yo estoy marrón en la cola y mi hermano agarra un trapo tirado de la calle y me limpia (…) después me pone el pantaloncito y tira el calzoncillo a la calle y me dice vamos”.
Mey construye una historia que es narrada en primera persona por el más pequeño, el invisible, el destinado al olvido. Párrafo a párrafo vamos escuchando cada vez más clara esa voz, aparece su timbre y su tristeza, y vamos conociendo, también, su espíritu en formación.
Luis Mey nació en 1979, obtuvo en 2013 el premio de la revista Ñ por su novela “La pregunta de mi madre”. Antes publicó su trilogía compuesta por “Las garras del niño inútil”, “En verdad quiero verte pero llevará mucho tiempo” y “Los abandonados” (Factotum Ediciones). Es autor de la novela de terror “Macumba” y de “Brujas de Carupá”, y de muchos muchos trabajos más. Además dicta talleres literarios.