«Crema del cielo» y «Olor a luciérnagas», de Victoria Nasisi

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Crema del cielo

(del libro «Los besos no serán televisados»)

 

Llueve en Buenos Aires y desde el bondi veo un perro que se escabulle en un portal para rascarse las pulgas, las penas, la humedad, el abandono. Un señor le tira una patada, enojado con la lluvia; con esa mujer que lo dejó con el corazón desértico y la lengua empastada con alcohol que no es olvido; con la oficina de trajes acartonados; con los nenes que chapotean charcos de carcajada y con los perros que saben rascarse los problemas mucho mejor que él porque saben que después de la patada va a aparecer la caricia.

Y al llegar a Callao y Libertador, mis ojos se hacen llanura en ese parque verde, extenso y aburrido. Ese parque que fue Ital Park, que fue vértigo y emoción, que fue adrenalina, gritos y disfrute multicolor y que también fue desidia y muerte negra, oscura y aterradora.

Entonces recuerdo aquel viaje de estudio que hicimos –en uno de los últimos años de la primaria– desde el pueblo hacia la capital, hacia el obelisco tan largo, largo y finito, hacia el teatro Colón, tan terciopelo, tan dorado y majestuoso, hacia la Casa Rosada con presidente incluido, hacia esa plaza con ecos de revoluciones, de pueblo, de patas en la fuente, de bombardeos.

Ese viaje –el primero- en el que nos alejamos del campo, del río, de la plaza, de las vueltas en bici por el centro y del carnaval a la hora de la siesta para venir al Ital Park, a elevarnos en la montaña rusa hasta tocar el cielo, a hostigarnos en los autitos chocadores, a volar en los brazos del pulpo, a atrevernos a bailar en el centro del samba.

Ese viaje en el que, al terminar la tarde, nos fuimos a gastar lo poco que nos quedaba en la heladería. Aún veo mi nariz pegada en la vitrina y mis ojos más enormes que de costumbre porque ese helado era celeste, un celeste increíble, un celeste que no existía en el pueblo, un celeste que debía saber a gloria.

Aún me veo comprando un cucurucho que chorreaba crema del cielo y sabía a eso precisamente: a cielo, puro, cremoso e infinito, a cielo surcado por gaviotas y por nubes con formas divertidas.

Y en el viaje de vuelta al pago, los varones. Que se habían complotado para encarar –cada uno– a la chica que más le gustaba. Un intercambio de asientos febril, misterioso, con un poco más de adrenalina que la del Ital Park.

Y todas, todas se sonrojaban ante el galán de turno, y pedían un tiempo para pensarlo y quedaban en verse el domingo en la plaza para responder con una negativa que le rompería el corazón –¡estábamos seguras de eso!– o para decirle que sí, que seamos novios, que paseemos de la mano y compartamos secretos y dale, no te olvides, el domingo robame un beso.

Pero yo, imbuida de la emoción de salir del pueblo, de trepar hasta el cielo y de comerme el cielo hecho crema, no quise esperar hasta el domingo y en ese asiento oscuro del micro le dije que sí. Y aquel muchachito me agarró de los cachetes –tan sonrojados, tan acalorados, tan ansiosos– y me dio un beso, ahí, en el medio de la boca y resultó que sus labios sabían a cielo, mejor que el helado.

Sus labios –qué susto– sabían a cielo. Sus labios –qué lindo– sabían a cielo.

 

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Olor a luciérnagas 

(Del libro «La noche más larga»)

 

“La tarde huele a luciérnagas”, dijo Beto mientras olfateaba el aire caliente que nos rodeaba. Martín me codeó y nos largamos a reír. Beto siempre salía con esas frases de poeta y nosotros nos reíamos. A él no le molestaba, terminaba unido a nuestras carcajadas. 

Sentados en el cordón de la vereda, nos tomábamos lo último que quedaba en la botella de Coca. Ya no estaba tan fresca porque veníamos racionando -para que nos dure más- desde que nos habían dejado salir a jugar, ni bien terminó la hora de la siesta. El fútbol en la calle se notaba en nuestras piernas chorreadas de transpiración mezclada con tierra y en nuestros cachetes colorados. El inventario daba dos goles míos, un penal atajado por Beto y una rodilla sangrante de Martín, que ya era cascarita.

La tarde no olía a luciérnagas, ¿qué olor pueden tener esos bichos? Olía a milanesas que fritaba la mamá de Beto.  Al pelo recién lavado de la vecinita, que se pavoneaba en la vereda junto a su mejor amiga. A Lobo, el perro de la esquina que estaba más embarrado que nosotros y se rascaba sin cesar. Olía a la cerveza que tomaban del pico los pibes sentados en el kiosco de enfrente.  A tierra mojada porque recién había pasado el camión regador. A lo que huele el barrio en una tarde de verano. Pero no olía a luciérnagas. No existe el olor a luciérnagas aunque Beto se lo imaginara.

 

La rutina sería la misma de cada atardecer. Las mamás de mis amigos iban a asomarse en un rato, limpiándose las manos en el delantal y gritándoles que vayan a bañarse, que la comida ya estaba a punto de ser servida. 

Una de ellas me invitaría a cenar. Desde que mamá no estaba para cocinarme milanesas, retarme para que haga la tarea y sacarme los piojos, se turnaban para mimarme un poco. Sabían que papá llegaba tarde del trabajo, que me daba un sanguchito de paleta y queso y que a veces hasta me perdonaba el baño. Que me dejaba mirar tele hasta cualquier hora. Que la mesa solo de dos hacía doler. Que nuestro gato la buscaba en la cama. Y que yo no me animaba a nombrarla.

 

Así fue. Graciela, la mamá de Martín salió a gritarnos que fuéramos, que había fideos con salsa. Me pasó la mano por el pelo –como hacía mi mamá- y me encogí sobre los hombros. Ya me estaba desacostumbrando a las caricias. 

En ese instante llegó mi viejo. Dejó el tractor bajo el árbol más cercano porque el sol de la mañana siguiente podía calentar los sifones y hacerlos explotar. Mi papá era sodero. Recorría el pueblo con un tractor que remolcaba un carro repleto de sifones, botellas de gaseosa y damajuanas de vino. Se cansaba mucho al cargar y descargar los cajones pero el sueldo le alcanzaba para mantenernos a los dos. A los tres, antes.

Me abrazó a la pasada, me preguntó cuántos goles había hecho y si me había portado bien. Él sabía que, salvo robar algunas ciruelas al árbol del vecino, siempre me portaba bien. Mi mamá me había enseñado eso y yo, como si se tratara de un sortilegio, seguía todas sus indicaciones. Quizás si le hacía caso, algún día volvería a verla. 

“Esta noche cenemos juntos”, propuso. Graciela se puso contenta. No porque se liberaba de mi presencia, a ella le gustaba tenerme en su casa porque yo la ayudaba a lavar los platos y me reía con sus chistes. Se puso contenta porque quería que mi papá se ocupara más de mí. 

Mientras él tiraba unas hamburguesas sobre la plancha y cortaba tomates y lechugas de la huerta del fondo para hacer una ensalada, me metí en la ducha. No estaba mal cambiar la rutina. Me pasé la esponja suave por todo el cuerpo, me refregué con furia los rulos y dibujé un velero en los azulejos empañados por el vapor. Mientras tanto el aroma de la carne asada se confundió con el de la espuma y mi canción se mezcló con la música de la radio que papá había encendido. 

 

Ya en la mesa me sorprendió. En lugar de servirme un vaso de Mocoretá de ese anaranjado que teñía mi lengua, me ofreció un vaso de vino con soda. Poquito vino, mucha soda, un hielo. Siempre colocaba sobre la mesa un sifón y el pingüino en el que refrescaba el vino que provenía de la vieja damajuana pero que jamás me había convidado. “Ya estás grande, Nico. Podés compartir esto conmigo”, declaró. Y me sentí orgulloso.

Después vino lo demás. Recuerdo su discurso. Su mano temblorosa. Su voz que, de a ratos, se hacía más aguda. Su mirada que se escapaba por la ventana. 

Me dijo que yo ya sabía, que mamá se había ido con otro hombre, que él ya no estaba enojado, que la podía entender, que el amor es así, que va y que viene. Me contó que había llorado mucho por ella, que no sabía cómo cuidarme, que debía perdonarlo porque muchas veces fallaba. Me pidió que no me apene, que aprenda a vivir sin mamá, que no la odie porque ella seguro, seguro, me seguía amando. Me explicó que un hombre no puede quedarse solo para siempre, que necesita alguien que lo acompañe, que una mujer en casa me iba a hacer bien. Me anunció que tenía novia, que la quería, que le hacía la vida más fácil y que se iba a venir a vivir con nosotros. Me prometió que me iba a cuidar, que me iba a querer, que me iba a preparar milanesas, a acariciar la cabeza y a ayudar con la tarea.

Tragué la hamburguesa como pude, así, en dos o tres pedazos enormes que me rasparon la garganta. Porque la garganta raspada fue por eso, por la hamburguesa grande y caliente. Empiné aquel bautismo de vino con soda. Y le dije que sí, que entendía, que estaba bien. 

Después me fui a la vereda, a mirar el cielo. No sé si lo que brillaban eran las estrellas o mis lágrimas. Deben haber sido las luciérnagas. Beto había tenido razón.

 

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Sobre la autora: Victoria Nasisi nació en Rojas, Buenos Aires, en 1974. Es autora de los libros de cuentos Amores locos (2014), Palabras que cortan (2015), La noche más larga (2018) y Los besos no serán televisados (2019). Muchos de sus cuentos han obtenido premios y reconocimientos en certámenes literarios nacionales e internacionales. Es además cofundadora del Grupo GEA, que organiza periódicamente charlas y talleres literarios.

(*) Para conseguir los libros de los que fueron extraídos estos cuentos, en promoción, contactarse con la autora o al correo: vickynasisi@gmail.com