Discurso en el marco de la presentación de Visita guiada, de Juan José Oppizzi (editado por Milena Pergamino), por Leandro Gabilondo.
Me enorgullece sentir que detesto profundamente el enunciado: “el que se enoja pierde”. Porque a partir de ese concepto, con ese escudo moral y de ganador bienaventurado, se avalaron miles de tambos repletos de mala leche, a lo largo y a lo ancho de este país maravilloso, como también en el mundo entero. Por supuesto, siempre escondiéndose detrás de un gesto humano tan prioritario como el humor. Por eso el latiguillo me parece de lo más cruel, porque tiene un jueguito perverso de fondo, una canallada. Lo más triste, y lógico, es que creció muchísimo en los dosmiles. “El que se enoja pierde” ganó una popularidad imberbe y se coló entre las filas del arte como una forma de legitimación. El imperio emocional de las redes sociales fue su espinaca, su kerosene, su barco, hasta su puerto. A partir de los primeros años del siglo XXI hasta hoy, y quién sabe por cuánto tiempo más, la ironía dejó de ser un recurso valioso y esporádico para convertirse en un atajo, o bien, en una trampa. Resulta que la ironía hoy se utiliza de modo tal que, inmediatamente, parece otorgarnos cierto halo de lucidez. De ahí viene lo de atajo, el guiño de ojo, la vileza boba, cortar camino para aparentar una lucidez que no sólo no existe de cuajo, sino que esconde una cobardía tremenda para afrontar cualquier situación: política, intelectual, deportiva, literaria, entre etcéteras de todos los calibres.
Sería más o menos así: si no te pronunciás de forma canchera no sos nadie. De ese modo, el cancherismo exacerbado está destruyendo almas y corazones, pero sobre todo mentes, a diestra y siniestra. Sin escrúpulos y a paso firme, el cancherismo avanza, avanza y avanza. A su vez, también creo que esta pose impuesta de nuestros días es un moretón en el muslo, se nota mucho, aunque con el paso del tiempo aprenderemos a dosificarlo, seremos mejores, vendrán otros criterios y otras virtudes a transformarnos. Nuestra generación sabe tomar carrera para saltar bien lejos, de puente a puente, no tengo duda alguna, lo que pasa es que en el medio de esa velocidad se nos escapan los años, como se escapa el cariño de un perro con parvovirus o las servilletas de papel cuando prendemos el Turbo Liliana.
Es evidente que “el que se enoja pierde” tiene su raíz en el humor. Gesto divino y potente de la raza humana que siempre se manosea en nombre del ego. O sea, nuestra generación, con el argumento del humor sobreactúa la ironía, la expone en cantidades industriales. Así nace una polea maldita, un dominó podrido. El exceso de ironía sólo genera cinismo, y el cinismo es el abc del resentimiento.
Dicho esto, lo que valoro muchísimo de Visita guiada, la nueva novela de mi amigo y maestro Juan José Oppizzi, editada por Milena Pergamino, es precisamente el lugar donde ubica el humor. Desde la primera página hasta la última, esta novela tiene una esencia que se sobrepone a cualquier postulado de época. Se aleja de manera rotunda del cancherismo para exprimir el humor, lo lleva a los límites, lo tiene contra las cuerdas, vamos y venimos, lo zamarrea, lo despierta, lo enaltece, lo celebra. Visita guiada es una tesis sobre cómo desnudar un recurso sin querer sacar una tajada al respecto. Pone en evidencia la venta de humo lúcido que nos ahoga, abraza al humor y a la picaresca, les devuelve su sangre, los hace dar la vuelta olímpica otra vez en su cancha. Juan comete un acto de justicia poética: nos pone el humor a disposición con una honestidad asombrosa.
La trama de esta novela es puro movimiento, pura experiencia. Junto a Osvaldo Soriano y a Haroldo Conti, Juan es el escritor que mejor supo pintar los pueblos bonaerenses. Lejos. Lo hace con un nivel de detalle impresionante. Y en esa virtud, aparece algo que distingue la escritura de Juan: la capacidad descomunal que tiene para generar dinamismo en locaciones concretas, incluso circulares, a lo largo de una misma obra. La adjetivación es la justa y la necesaria, como él tanto pregona, pero también es bella y elocuente, tal como la novela lo exige. La construcción de los personajes es lo que considero el eje que sostiene toda la tensión. Es excelente la verosimilitud que consigue en situaciones tan bizarras e incómodas, le creo cada mueca a cada uno de los personajes, con lo complejo que es lograrlo en una trama así.
Visita guiada me conmueve, me conmueve de manera total, no sólo por su impronta literaria, esta novela me conmueve por Juan, por la admiración que siento al presenciar otro acto heroico, otro salto al vacío para volver a jugar con una pelota cuadrada, para andar a cococho (y esta palabra la uso porque a Juan lo hace reír) de los géneros, caminar por el tapial de las periferias estilísticas hasta llegar al grotesco. Jugar, jugar y jugar, entregarle la vida entera a la literatura, con la potencia de saber muy bien que la pasión no se negocia, nunca, jamás de los jamases. Y ese acto heroico, como los tantísimos que Juan se pone por delante, también tienen la sensibilidad específica para interpelarnos, para que la justicia social, y artística, sea la perdiz que siempre persigue su libre. Además de la belleza, claro, que es la idiosincrasia que lo mantiene vivo y frente al monitor, escribiendo como un animal, como un tipo recontra enamorado de lo que hace y de todo aquello que lo construye.
Hace poco, mi compañera me compartió un ensayo de Aldo Pellegrini, un poeta rosarino que murió en la década del setenta. En el primer párrafo dice:
La poesía tiene una puerta herméticamente cerrada para los imbéciles, abierta de par en par para los inocentes. No es una puerta cerrada con llave o con cerrojo, pero su estructura es tal que, por más esfuerzos que hagan los imbéciles, no pueden abrirla, mientras cede a la sola presencia de los inocentes. Nada hay más opuesto a la imbecilidad que la inocencia. La característica del imbécil es su aspiración sistemática de cierto orden de poder. El inocente, en cambio, se niega a ejercer el poder porque los tiene todos.
Después de leerlo, la primera persona que se me vino a la cabeza, y al corazón, fue Juan. El mejor de los inocentes, generoso, humilde y brillante. Un maestro que vive para compartir la palabra. Un orgullo de Arrecifes. Un buen tipo que ama la literatura.
Leandro Gabilondo nació en Arrecifes en 1985. Es autor de los poemarios Delivery con lluvia; Retiro; Kerosene de lo posible; Treinta; del libro de relatos La pertenencia; y la novela Falta una vida para el verano.