Las ruinas (de «El Milagro del Mono», Pablo Vidal) y prólogo de Juan José Oppizzi

PRÓLOGO (por Juan José Oppizzi, de El milagro del Mono, Pablo Vidal, publicado por Milena Pergamino, 2018) . Este libro integra la primera de las #Promociones2021 que impulsa este colectivo.

“Estos cuentos se proponen dialogar con algunas de las ficciones de Jorge Luis Borges”, dice Pablo Vidal en el prefacio que él hizo para la primera edición. Es un concepto muy fiel a la realidad. Los catorce trabajos que componen aquel originario –y este segundo– parto de papel asumen el riesgo. Toda aproximación temática o formal al autor de “El aleph” pone a su escriba en un lugar incómodo; pasa a integrar la multitud de similares y, por lo tanto, a quedar bajo una exigente lupa de comparaciones y de análisis. El milagro del “Mono” rinde el examen con notas aprobatorias a través de un método que los lectores verificarán no sin sorpresa. La ternura es la encargada principal de llevar la atemporalidad de don Jorge Luis hasta un tiempo y un lugar determinado. Una vez en ese sitio, un ámbito pueblerino, el pulso literario de Pablo Vidal clarea las virtudes propias. Y la mayor de ellas es la manera de internarse en los sueños, en los espejos, en los desafíos, en los laberintos, en los vórtices cósmicos, para metamorfosearlos en una sencillez emocionante y cotidiana. Paradójicamente, la palabra “fricciones” titula (en la última, precedida por el adjetivo “otras”) las dos partes en que se divide este libro. Amén de aludir a la que usó Borges para rotular uno de sus más celebrados conjuntos de relatos, engarza la idea de contacto áspero, de toque chisporroteante. Esa tensión vibra a lo largo de los diferentes cuentos de Pablo Vidal como un hálito que remite a los célebres hechos y elementos ficcionales que les sirven de fuentes, pero no se revela con caprichos semánticos ni con petardos sintácticos; lo hace tranquilamente, al mando de una prosa alejada del cancherismo con el que muchos escritores de hoy subestiman a los que leen sus obras. Tal vez, esa “…telaraña infinita tejida por quienes escribimos y leemos…” (Vidal dixit) le deba su eternidad a una evidencia que León Tolstoi sintetizó en su archiconocido refrán: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”; los acontecimientos humanos se reiteran, tanto en el curso de la realidad como en el de las historias que la reflejan; solo varían las formas. El asunto es –y las catorce narraciones que integran El milagro del “Mono” lo demuestran– que las formas adquieran la solidez bastante para ser, por sí mismas, pinturas valiosas.

 

LAS RUINAS (fragmento correspondiente al libro El milagro del Mono, Pablo Vidal, publicado por Milena Pergamino, 2018 )

Muy pocos lo vieron entrar por el hueco en la pared de la abandonada fábrica metalúrgica. Miradas escondidas en las ventanas. Pero, a los pocos días, todos sabían que el loco, porque así le decían, se había apropiado de ese lugar que al fin de cuentas no era de nadie. Toda una manzana de paredes altísimas, algunas rotas por el paso del tiempo o alguna tormenta o los golpes de quien había entrado por las noches a robar hierros viejos. Porque de eso también había mucho en la fábrica abandonada, mucho hierro en el techo, mucho hierro desparramado en los pisos. Los locales llamaban a ese lugar La Metalúrgica, porque eso había sido. Esa manzana completa abandonada en el centro del pueblo y en el tiempo, era el recuerdo de su decadencia, aunque muchos la ignoraban, como si hacerlo fuera a hacerla desaparecer. Pero el loco no la ignoró y entró por aquel hueco, con sus siete perros y unas pocas pertenencias que guardaba en dos latas de veinte litros que como un equilibrista sostenía de los extremos de un palo de escoba sobre el hombro.
Loco, croto o vagabundo para las viejas educadas que lo miraban con desprecio, o Hugo para los que lo habían conocido desde que apareció en Arrecifes, en las veredas, pidiendo, con la barba crecida y sucia, las costras de mugre y sus perros, esos perros que lo abrigaban cuando tenía frío, o que ahuyentaban a los pibes que por maldad le tiraban piedras o naranjas de los árboles de la esquina de la plaza. Verlo al loco era ver a sus perros. Hugo, con sus pasos cansados, sus mirada hacia abajo, con tres pulóveres sin importar la época del año, su par de latas grandes y, claro, sus perros. Vagabundeando las calles y durmiendo bajo el alero de algún negocio, como quien ya no espera que suceda nada. Siempre haciendo los mismos recorridos, por las mismas calles, golpeando las mismas puertas por un plato de comida.
El almacenero, que le daba siempre algo, aunque no muy seguido para que no se le “instalara” en la puerta del negocio, había escuchado de uno de sus clientes que los pasos de Hugo en realidad iban trazando una especie de mapa secreto y que por eso los repetía una y otra vez. Cierta mañana, lo encontró durmiendo en la puerta de su local, sobre las mantas y rodeado de sus perros. Sin pensarlo dos veces, salió con un balde de agua y se lo tiró. El loco se levantó de un salto, mojado y temblando por el frío y el susto. Juntó sus cosas y unos días después se lo vio ingresar a la fábrica metalúrgica abandonada. Varios lo vieron, pero a nadie le importó. Algunos pensaban que quizás ahí moriría el pobre viejo loco.
Hugo entró, esquivó algunas chapas y fierros oxidados y se acomodó en un rincón, en el que su instinto de supervivencia le dijo que no corría ningún riesgo. Sacó su pava de lata y la llenó con agua de una canilla tan en desuso, que al principio le costó trabajo abrir. Primero no salió agua, sino aire y pedazos de óxido. Y sí, pensó, acá no puede haber agua. Quién sabía el tiempo que hacía que no se usaba esa canilla. Ya empezaba a caminar las cuatro cuadras hasta la plaza en donde había una canilla que usaba siempre, cuando los perros empezaron a ladrar, y al girar, vio que un chorro de agua cristalina salía, como si se tratara de un milagro. Esa canilla podrida, que recién había escupido mugre y herrumbre, le daba ahora el agua que necesitaba. Esa canilla, que parecía ser de la red del pueblo era lo único que unía esas ruinas con el pueblo, como una débil arteria que une un órgano enfermo con el resto del cuerpo. Puso la pava sobre un fueguito que improvisó y se sentó a ver las llamas. Su estómago le pedía algo para comer. Había empezado a llover un poco. Sacó de un bolsillo un pedazo de pan y dos facturas medio verdes. Comió una y el resto fue para sus perros, que echados, sin levantarse, devoraban lo que Hugo les arrojaba con buena puntería. Después de tomar unos mates y sentir menos frío, se durmió y, luego, sus perros también.
Después de un tiempo se despertó, pero creyó estar todavía soñando, porque sobre una mesa de hierro oxidado, a unos pasos de su rincón, había una olla, y cuando se levantó a ver, observó que tenía un sabroso guiso todavía humeante. Lo primero que hizo Hugo fue mirar para todos lados, como desconfiado. Después, volvió a detenerse en la olla, sin tocarla, analizándola. A continuación, volvió a mirar a su alrededor de nuevo, se sorprendió de no ver pisadas y de que sus perros no hubieran ladrado. Quizás su mente le estaba volviendo a jugar una de esas malas bromas. Tocó la olla; era real. Alguien, de alguna manera, había entrado, había pensado en él, en él y en sus perros, porque la olla era grande y su estómago se había acostumbrado a cargar con poco. El aroma de esa comida era exquisito. Saboreó una porción y el resto fue para sus compañeros. Esa noche pudo dormir de corrido después de muchos días. Sus perros también lo hicieron.
Por la mañana, confirmó que el rincón elegido era el correcto, porque el primer sol lo calentaba de forma muy agradable. Los perros recorrían las ruinas, marcaban su territorio. Hugo sonrió al darse cuenta de que a ellos también les gustaba el lugar. Lo comprendió sobre todo cuando observó que no salían de la fábrica abandonada.
Después de tomar unos mates y raspar la olla un poco, empezó a caminar las ruinas. Los altos muros que formaban la antigua fábrica se levantaban como si fueran la Gran muralla. Parecían, y eran infranqueables, salvo por el hueco que había usado Hugo para ingresar con sus perros. Esas ruinas cuadradas ocupaban una manzana completa. Al ver semejante estructura abandonada, costaba trabajo pensar que, en otras épocas, el ruido del hierro contra el hierro se había oído a cientos de metros y que los fuelles no habían parado de funcionar. Ahora eran ruinas que con el tiempo quizás serían demolidas y loteadas.
Por el filo de un portón, Hugo observó la calle. La gente pasaba, iba y venía. ¿Qué hacían? ¿Qué buscaban? ¿Por qué no las podía entender?
De vez en cuando, alguien que decía ser un empleado municipal, se lo llevaba y le daba un baño, le afeitaba la barba y le ponía ropa limpia. Y luego, lo largaban a la calle de nuevo, para repetir el trámite unos meses después. En uno de esos raptos, vio que su bienhechor tenía una radio pequeña, negra, de la cual salía una música que le gustaba. Ese día, tras el filo del viejo portón oxidado, vio que un hombre pasaba caminando con una de esas radios pegada a la oreja y Hugo sonrió. Sus perros lo miraban y acaso no entendían. Lo cierto es que después de dormir la siesta, ahí estaba la radio sobre la misma mesa en que antes había estado la olla con la comida. Y, otra vez, no había huellas. Tomó el objeto entre sus manos y lo encendió (no pensó en cómo es que conocía el funcionamiento del artefacto). La música aguda se oyó entre las ruinas.
Hugo no podía entender cómo era que alguien entraba sin dejar huella y sin hacer que los perros ladraran. Pensó en que debería tratarse de un vecino, porque la olla había estado todavía caliente. Después de todo él sabía que lo habían visto meterse a las ruinas. Había tenido hambre, y había aparecido la comida. Tuvo el deseo de la radio, y allí estaba en su bolsillo gastado.
Tuvo una idea bastante endeble como su mente, o quizás fue un instinto. Para su sencillo plan tuvo (…)

 

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