De una ciudad «feliz» a una de Fierro, por Matías Pascali

Acerca de «Una ciudad feliz» de Diego Juhant (Milena Pergamino, Colección Milena Clandestina, 2020)

En una realidad de consumo de cuerpos llevada al extremo, la explotación encuentra su punto límite. «Una ciudad feliz» perturba, con todo el significado que carga la palabra. En una sociedad distópica de la que nadie se atrevería a prever su distancia con respecto al presente, Diego Juhant imprime y refleja una violencia que desborda cada página hasta el final.
Un grupo de personas —podríamos decir «familia»— contrata un tour para ir de vacaciones. Ahorran, sacan números y llevan a Fierro, un negro que no está ni tan cerca ni tan lejos de ser el que Hernández trazó. Desde antes de partir, encontramos en las primeras líneas los primeros reflejos de la sociedad que el autor nos propone descubrir, analizar y sufrir: «La Feliz» es ahora la meca del hedonismo promiscuo extremo, una sexcrópolis a la que todos quieren llegar: las mujeres, que encuentran el placer «garroneando» algunos días del desfile; los negros, que tienen que rebuscárselas para sobrevivir, tal vez «enganchar» a una mujer y así llegar a la costa; y por último esos hombres penes de carga y servicio, que “con sus mangueras, regan todo a su paso” y visitan destinos sexoturísticos a modo de gira como empleo.
La violencia, que recorre toda la obra como un hilo conductor, no solo se aprecia en la trama, en los cuerpos y en los símbolos, sino que también deja su huella en el texto. Juhant encontró una enmarañada pero desnuda forma de reverberar la crudeza que rodea a la feliz a través de cada palabra.
Fierro, tan dual, contradictorio, polémico, tan nuestro y tan ajeno, vuelve a aparecer en las páginas de la literatura, pero ahora reformado. Lejos quedaron las pampas, que ahora son arena. Es en «La Feliz» donde Fierro está más rezagado y vengativo que nunca y, otra vez, nos debatimos hasta dónde vernos en él.
Por otro lado, casi como una cachetada que termina por abofetear a cualquiera que dude de la crueldad de la promiscuidad comercial extrema en la sociedad de la novela, algunos pasajes se esfuerzan al máximo por retratar la segregación imperante: en este caso, desde el punto de vista de algo tan accesorio y tan importante a la vez como el pene. Consumición de los cuerpos desde una mirada elitista, hegemónica y discriminatoria potenciada al mil: (“[…] a mí se me hizo más simple, pero a muchos compañeros de aquellos veranos fieros no pude verlos de nuevo, nada más por no Ser Burros. Sobrevivimos pijudos; los demás, dios los ampare. […] ¿Impotentes?, Dios me asista, perdieron la vida, incluso, si no supieron vivirla de esclavos o de atorrantes”). La crudeza de la prostitución por necesidad. La crudeza de tener que sobrevivir gracias al cuerpo —situación que, en términos generales, observamos que tampoco se aleja tanto de cualquier modalidad de trabajo cercana— que remite a los textos más vivos de poetas villeros como Ioshua en «San Martín», escrito en el que pide a Cristo que lo acompañe en la dura tarea diaria de vender su cuerpo.
¿Hasta qué punto puede darse vuelta la moneda sin que un extremo sea igual de injusto que el otro? ¿Qué tan lejos estamos de encontrar los límites del consumo? ¿Los vamos a encontrar en algún momento? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a negociar en función a la comercialización de quienes somos? Estas son, tal vez, algunas de las tantas preguntas que nos aparecen luego de leer el texto.
En este caso, Milena Pergamino publica «Una ciudad feliz» de Diego Juhant en «Milena Clandestina», colección que surgió de la revista homónima que comenzó propagándose en 2008 de manera gratuita para quien estuviera interesado en leerla y difundirla.
Milena Pergamino, editorial independiente, autogestiva y profundamente política, elige la bibliodiversidad como insignia para hallar su lugar en la literatura y, hoy, «Una ciudad feliz» compone un logro más dentro de su rico catálogo.

Matías Pascali