«Carta para una ciudadanía inexistente», por Laureano Pintos
Y sigamos haciendo de nuestras vidas un Shopping de consumo y traslademos nuestros cuerpos porque no soportamos el sedentarismo civilizatorio que nos ofrece la cultura. Esa renuncia pulsional, nos explicaba Freud, donde el sujeto tironeado por todos lados se las arregla para seguir mientras lleva a cabo su vida.
Elegir salir a desplazarse por el espacio público o reunirse con los mismos de siempre en espacios cerrados, tomar cerveza en algún lado, con alguien también que dice estar harto, como vos, del encierro, dentro del contexto de una pandemia y en particular en un pueblo donde la suma de casos activos por Covid-19 y muertes por la misma causa, es la más alta hasta el momento registrada, y en ascenso, desde días antes al festejo de la primavera; es de una insensatez deliberada, para no referirme a ello como una canallada, escudada en la insólita e insignificante consigna de estar privado de la libertad en pleno uso y expresión dentro de un estado democrático.
¿De qué se queja el ciudadano que hace uso pleno de su derecho a expresarse? ¿Ese que minimiza, reduce y banaliza la libertad luego de confundirla con el libre albedrío y no soporta la privación porque nada le falta y continúa guiándose bajo la ideología individualista del libre mercado, y segrega la diferencia tan sólo porque se le antoja, y rechaza la idea de autoridad porque él es su propio dueño? ¿Tan intensa es la insatisfacción para no poder tolerar sin hostilidad su propia renuncia?
Porque satisfacer “necesidades” no es libertad. Cuando en realidad la libertad en sí misma no existe, siempre algún condicionamiento tenemos, el más elemental es el que produce el lenguaje y la lista continúa formateada por la neurosis de cada uno.
Pero por un rato juguemos a este juego de la encerrona trágica, y pensemos que somos seres conscientes y libres. Entonces el dilema que se nos presenta es otro: tenemos que saber decidir, la elección es el efecto de una acción responsable, y para que eso ocurra, alguien primero tuvo que poder renunciar (a esa cosa que no eligió) y llevar a cabo la decisión “correcta”.
Continuando con este razonamiento. Libertad es elegir y la elección ya lleva implícita una renuncia que desobedecemos si elegimos salir deliberadamente. Además toda elección lleva consigo la responsabilidad que implica haber tomado una decisión, hoy: cuidar al otro o enfermarlo.
Cada uno elige. Lo vemos.
Y como se ve por todos lados, los responsables están en sus casas o cumpliendo, cuando salen, con los cuidados básicos de los trabajadores esenciales para sobrevivir y sobrellevar la pandemia con toda la incertidumbre y el hartazgo que esto implica.
En la vereda de enfrente, convive con su desmentida otra realidad. Una multitud reducida que podríamos llamar, a decir de Nietzsche, rebaño; actúa siguiendo las exigencias que le ofrece el mercado: trasladarse en busca de la felicidad, que por supuesto no se la encuentra en ningún lado, pero salen tras ella y se topan con objetos que este mundo ofrece pero que nunca es ese que se necesita ni reemplaza al perdido, para satisfacer necesidades tan elementales como primitivas (porque sabemos que tomar un vaso de agua en tu casa no es igual a tomar una cerveza en un bar rodeado de “amigos”; por supuesto que no es lo mismo, ¿pero con la mayor tasa de contagios, es igual, tiene el mismo valor la juntada?).
No son tiempos para estar felices. Más cuando la felicidad es el vértigo de lo transitorio, la búsqueda de soluciones urgentes sin necesidad de esfuerzos prolongados, las satisfacciones instantáneas; signos que muestran el fondo pulsional que sientan las bases de las formas del ser contemporáneas. Lazos efímeros, contrapuestos a la densidad de las relaciones elementales de parentesco, que vuelven al otro inexistente. Me pregunto entonces cómo cuidar del otro si para el individuo no existe. Relaciones líquidas ya nos advertía Bauman, al igual que la vida fácilmente licuable.
El individualismo invita a divertirse, a ir en busca del consumo, a decidir sin responsabilidad ni culpa, a gozar de manera autista, a vagar desvergonzado, bajo el capricho narcisista, llenando el universo de cosas, de infinidad de cosas que el individuo encuentra moviéndose pero que no necesita en verdad, porque nunca soportó la privación, aún menos la autoridad del NO, porque tampoco nunca supo perder ni jugar a perder; o comer dulce de leche una vez al mes, o darse un gusto, cuando se cobra el salario. El individuo no es el ciudadano, sufre de patologías de la ética: el deber de su pasión lo empuja a no poder dejar de hacerlo. Es contemporáneo. No es un sujeto anudado responsablemente al derecho, hospitalario y solidario con el otro.
Muchos funcionarios de alto rango, acá y en todo el mundo, apelan a la responsabilidad social y/o ciudadana, en una situación extraordinaria donde lo importante de cuidarse es cuidar al otro, mientras piensan a su vez en hacer andar la economía (sin dejar de producir crisis en la gobernabilidad). Saben, están errando el mensaje; porque el rebaño responde a pulsiones mediáticas más primitivas, arraigadas infantilmente a fantasías omnipotentes que no dejan de ser peligrosas y sacian sus libertades consumiendo, devorando cualquier cachivache que encuentren a pocas cuadras de su casa.
15. X. 2020
Laureano Pintos nació el 20 de diciembre de 1975 en Arrecifes. Psicoanalista, Licenciado y Profesor de Psicología. Ha publicado algunos artículos en el diario Página Local de Arrecifes sobre Psicoanálisis y Cultura. Autor de los poemarios: Campos de Agua, ed. Al Margen (2010); Kamikaze, ed. Al Margen (2011); Cacería (2012); Paisaje Genealógico, ed. Al Margen (2016); ¿Otra vez la cigüeña? (2016); Gris, ed. Paréntesis (2017). Hembras, ed. Paréntesis (2018); y Tiritas de Sueños, ed. Paréntesis (2018) Mediocresía, ed. Milena Pergamino (2019), y Revolución de la Alegría, ed. Paréntesis(2020).