«Hallazgo», un cuento de Juan José Oppizzi

Este relato pertenece al libro Reverso, publicado en 2018 por Clara Beter Ediciones

 

 

 

Debía preparar mi tesis. La Licenciatura en Historia, al alcance de la mano, me exigía el tributo final. Pensé en algún tema raro, en algún análisis que abordara aspectos no revelados de próceres, gestiones de gobierno o revoluciones nacionales. Me desanimó comprobar la abundancia de novelas históricas, ensayos novelados y narraciones híbridas en boga. Maldije a la legión de pícaros que, a fin de vender sus libros, toman diez renglones verdaderos y fantasean a lo largo de quinientas páginas. Las orgías de Sarmiento, la sífilis de Belgrano, el corte de lengua de Castelli, los hijos ilegítimos de Urquiza, el gangueo de Martín Güemes, los callos del almirante Brown, las hemorroides del virrey Cisneros, la halitosis de Rosas, los bigotes de Mariquita Sánchez de Thompson, la senilidad libidinosa de Mitre, los juanetes de Regina Pacini de Alvear, la dentadura postiza de Gardel… Todo ya narrado, descrito, detallado, elevado sin más a nivel de realidad para el ámbito general. ¿Sobre qué iba a poder escribir yo, sin el riesgo de que los profesores me fulminaran bajo la acusación de haber bebido en (o de haberme impregnado de) aquellas multitudinarias fuentes venenosas?

Cavilé, evalué, descarté, me enfurecí y, por último, me incliné por algo trillado: el combate de San Lorenzo. Fue como una reacción caprichosa. Yo venía desempeñándome bien. No era brillante, pero me rodeaba una justa fama de solidez estudiantil. Imaginar las caras de los evaluadores al ver tamaña ramplonería me daba una satisfacción maligna.

Ese disfrute alocado se me agotó por obra de la prudencia. Arruinar una buena carrera con un desplante así era una tontería. Su efecto no iba a dañar a nadie más que a mí. Entonces se me ocurrió ir por la ayuda de un historiador que se había ocupado de estudiar minuciosamente el episodio del combate de San Lorenzo. Me asistían una ventaja y un inconveniente. La ventaja: su abundosa trayectoria académica, garantía de respeto por parte de quienes lo vieran citado. El inconveniente: el señor llevaba unos cuantos años de haber partido hacia donde moran los justos (o los injustos, no sé), y su más cercana fuente alternativa era un hijo con fama de insoportable.

La verdad es que el historiador de marras había publicado varios libros sobre el tema de San Lorenzo. Todos revelaban fortaleza investigativa, y  también (la detección se la adjudico a mi alerta literaria) alguna flojera sintáctica. Pero no fueron esos textos los que me hicieron elegirlo. Fue una leyenda universitaria: la de un amplio material inédito sobre el mismo asunto. Se decía que el gabinete de su vivienda amparaba documentación muy novedosa. El boca a boca claustral asimismo transmitía que los esfuerzos, tanto del padre como del hijo, por dar a conocer dichos originales se habían estrellado contra oposiciones, presiones, censuras y prohibiciones oficiales. Tal currículum mítico avivó mi curiosidad a un extremo audaz: llamé por teléfono al vástago del insigne indagador del pasado. Lo puse en autos de mi identidad, pertenencia estudiantil, carrera, altura alcanzada, proyecto de tesis, conocimiento de la obra editada y curiosidad por la presunta obra inédita del padre. Sus primeras palabras me sirvieron para ir corroborando la unidad entre la fama que tenía y la justificación de ella: era, efectivamente, insoportable.

—¿Dice que usted es estudiante y llama, así como así, a esta casa para que yo le proporcione nada menos que el acceso a las investigaciones de mi padre? ¿Pero usted, jovencito, sabe realmente a qué lugar ha llamado?

Reprimí el deseo de cortar la comunicación, entreteniéndome en la rápida búsqueda mental de alguna otra manera de llamar por teléfono que no fuera así como así. Además, me ahorré –por elemental– decirle que suelo, antes de averiguar un número, ver a quién corresponde. Lo inverso es bastante menos práctico. El hecho de que le hubiera hablado del padre me parecía prueba suficiente de mi certeza numérica.

—Le ruego que me perdone —le dije, en cambio—. La importancia en la que tengo a su persona me hace cometer errores groseros por la emoción.

Como no hay mejor argumento que una buena caricia al ego, el insoportable dejó ver cierta blandura:

—Está bien. Creo que la semana próxima dispondré de unos minutos para usted. Llámeme el lunes.

De ese nuevo llamado, al que condimenté con nuevas lisonjas a su megalomanía, surgió la apertura de los goznes domiciliarios.

Al estar frente a frente con el hijo del célebre historiador, se me hizo del todo claro el porqué de la tirria generalizada contra él. No le debía nada al talento ni al respeto por los semejantes. Al revés: ambas singularidades acumulaban en su persona temibles deudas impagas, que con los años iban criando intereses despiadados. Este fruto de aquella eminencia académica sufría la condena de ser el hijo de, sin ninguna herramienta para sobrellevarla. Y ese factor le provocaba un desmedido contrapeso: creía estar al nivel de su padre, sin dejar ni un minuto el empeño en que los demás también lo creyeran, por las buenas o por las malas. Los innumerables (y lógicos) fracasos a lo largo de esa tarea lo habían hecho desconfiado; por lo tanto, hube de consumir el horario íntegro de la primera visita en lograr que él creyera haberme convencido de aquel absurdo. Mi labor fue pesada. Busqué atajos para poner en diálogo lo que me había llevado hasta ahí, pero me bloqueaba cualquier referencia, si no tenía su sello de único testigo válido.

—Vea, jovencito: ninguno de los que hablan de mi padre sabe nada. Usted es un privilegiado al acceder a la fuente genuina —era la muletilla que me ponía delante.

El papel de sacerdote del gran dios histórico le iba perfecto. Como buen mediocre, gozaba restringiendo la canilla de la información. Acabé la entrevista inaugural con solo un dato nuevo: el progenitor le había dedicado años de su vida a investigar el combate de San Lorenzo por el estímulo de un nexo familiar; su tatarabuelo materno era primo de un hijo del cuñado de un hermano de un soldado presente en el campo de esa lucha.

Me prometí que la segunda arremetida contra el energúmeno sería inescrupulosamente fructífera. No bien lo saludé, hice un despliegue de oratoria:

—No puedo guardarme por más tiempo lo que tengo para decir. Me inhibía el profundo respeto que siento por usted y por la memoria de su padre, pero la necesidad de reparar, aunque fuere en una insignificante proporción, la injusticia que han sufrido, me impone comunicarle esto: quisiera que mi humilde tesis contribuyese a la difusión del inmenso trabajo que efectuó su padre y que usted, con inigualable responsabilidad y cariño, ha custodiado en tanto lo sitiaba el ostracismo al que lo condenaron personas torpes, vulgares y soberbias.

Tomé aire y semblanteé al engendro: no acusaba efecto alguno.

—Sé que estoy abusando de su tiempo y de su generosidad —redoblé los trompeteos verbales—, y debo explicarle que mi pobre volumen intelectual (más aún en evidencia al lado del enorme que usted posee) no halló otra forma para idear semejante esclarecimiento.

Volví a tomar aire y a vigilar al insoportable: con la mirada perdida, emitió algo así como un cloqueo y se desplomó. Mis nociones de primeros auxilios eran tan grandes como la fortuna de Manuel Belgrano, de modo que busqué la asistencia de hijos, esposa o personal doméstico. Los gritos se me enfriaron en los ambientes lúgubres del caserón: no vino persona alguna. ¡Ingenuo yo!: con semejante espécimen, hijos, esposa y personal doméstico habrían huido en tiempos lejanos. Tecleé números de asistencias médicas. En eso estaba cuando el sucesor del ínclito escribiente de epopeyas reaccionó.

—Agh… Egh… Ogh… —dijo, y pensé que buscaba sorprenderme con el uso de alguna lengua arcaica.

Al punto me di cuenta de que apenas era el reflejo sonoro del mero proceso de recuperación del habla castellana. ¿Qué otro idioma iba a saber este alcornoque? No bien recuperado, me abrazó e inició un llanto deshidratante. Logré desprendérmelo y lo ubiqué en un sillón. Al cabo de media hora de esparcir litros de agua salada, explicó el motivo de la alharaca: era la primera vez que alguien lo trataba como a un ser humano (nada raro el bajo promedio, teniendo en cuenta su poco humana actitud hacia los demás). En retribución (¡a mi aguante heroico!), me ofrecía ver toda la documentación inédita de su padre.

Entramos al famoso gabinete. Libros, carpetas, legajos, polvo, telarañas (incluidas sus tejedoras), cucarachas y moho llenaban paredes, techo y piso. De una gaveta con dos llaves extrajo un envoltorio.

—Este —cuchicheó— es un material único en el país. Más de uno mataría para llevárselo.

En cuanto a él, estuve de acuerdo incluso sin el motivo de los papeles. Y no perdí más tiempo. Con libreta de apuntes en mano, me zambullí en el remanso histórico. Había cartas, notas, conclusiones, testimonios de algunos combatientes de San Lorenzo, de familiares posteriores y –lo más novedoso– de los frailes del convento de San Carlos Borromeo, espléndida fuente de primerísima observación a todo ojo. El insoportable dijo que iba, y fue, en busca de algo que le devolviera completamente la normalidad (¿qué sería esa maravilla?). Pude, entonces, hundirme en la investigación a mis anchas. Cuando llevaba recorrido un endeble fajo de documentos, empecé a notar la diferencia entre las versiones clásicas del hecho y lo que allí leía. Y la principal giraba sobre un detalle: lo sucedido antes de la intervención del granadero Baigorria. La secuencia apuntada en la historia oficial arranca en el momento en que el caballo del entonces coronel San Martín cae herido y le atrapa a él una pierna; un soldado realista corre a eliminar al jefe, pero Baigorria lo mata; eso le permite al granadero Cabral librar a San Martín de la trampa, aunque a su vez es muerto por otro soldado realista; y allí acaba la narración puesta en el bronce canónico. Los papeles que yo estaba leyendo hacían hincapié en lo ocurrido en el lapso entre la caída de San Martín y la muerte, a manos de Baigorria, del soldado realista que intentó aprovechar la ocasión y dejarnos sin Padre de la Patria. Un lapso mucho más prolongado, ya que Baigorria, según estos documentos, combatía a unos cien metros del lugar de los hechos. Cabral logró quitar a San Martín del atoramiento y fue ultimado por otro realista. Sin embargo, el coronel estaba –por el machucón– impedido de moverse con rapidez. El soldado godo que había matado a Cabral hubiera podido cómodamente hacer lo mismo con el Gran Jefe. Pero allí comenzaba la disidencia fundamental con la historia conocida: otro granadero liquidó al matador de Cabral; de inmediato fue víctima de un tercer soldado realista, que a su vez fue pasado a mejor vida por un tercer granadero, que cayó por mano de un cuarto realista, asesinado por un cuarto granadero, al que dio fin un quinto realista, hecho cadáver por un quinto granadero, al que envió al otro mundo un sexto realista… Y así, a puro bayonetazo encadenado, hasta la irrupción de Baigorria. Dado que este, según los inéditos papeles, se debatía a unos cien metros, arribó a la fila en el puesto número nueve de los granaderos, o dieciocho del total, justo cuando al godo número ocho de los realistas, o diecisiete del total, se le trababa unos segundos la bayoneta en el cuerpo del granadero correspondiente, mientras sin dudas enfocaba a San Martín con ojos de homicida insatisfecho. Que Baigorria fue el último de ese galetto patriótico-realista lo demuestran el hecho de haber figurado en el Ejército de los Andes en 1818 y la propia sobrevivencia del Libertador.

Me quedé un rato imaginando la escena y no pude evitar la risa.

—¿A qué se debe tanta hilaridad, jovencito? —el dueño de casa volvió de consumir el elemento normalizador.

—A la ceguera de los que impidieron la difusión de este genuino tesoro documental —improvisé con agilidad de colibrí—. Me río para no llorar de pena.

El insoportable quiso imitarme, pero cayó nuevamente en la segunda opción. Empapó los alrededores otra media hora y fue otra vez en busca del mismo (y por lo visto fallido) auxilio calmante. Eso me dio margen para acabar las notas y obtener, con la cámara del teléfono, registro de los documentos principales. Al retorno del bípedo molesto, yo estaba ya por irme.

—No tengo palabras —dije— que sean fieles al volumen de gratitud y de emoción reinantes en mi alma por el descomunal privilegio del que usted me ha hecho objeto.

Tan barroca frase me permitió eludir otro abrazo y otra mojadura, ya que la declamé avanzando a tranco rápido hacia la puerta. Él, al trote a mi lado, oprimía los labios como si rumiara, contuviera o no hallara (quizá, todo junto) qué decir. Tanteé el picaporte y, al verificar que abría, lancé la coda:

—No quiero atormentarlo con mi derrumbe. Por eso, le digo simplemente gracias y hasta pronto.

Me pareció oír un gutureo y ver una agitación de brazos que fungía de complemento, pero mi ansiosa huida rumbo a la calle me vedó otras precisiones.

Esa misma noche empecé a escribir la tesis. Cargué las tintas sobre aquella fila de soldados cosidos por las bayonetas. Le aporté a la visión del combate de San Lorenzo un color fascinante, nuevo, surrealista. Presenté las demás alternativas en un plano secundario. En cuanto a la bibliografía, exalté a más no poder el nombre del académico y el rango exclusivo del respaldo documental, sin olvidar un campanudo agradecimiento al hijo en la primera carilla. Una semana después entregué la labor para su lectura en la universidad. Una hora después de la entrega, me llamaron: recibí los papeles en la cabeza y una patada en los glúteos.

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El autor: Juan José Oppizzi nació en San Isidro, en 1957 y reside en Arrecifes desde 1968. Escritor, investigador y conferencista, ha publicado diecinueve libros, entre novelas, cuentos, ensayos, poemas, aforismos y teatro.

Con Nido de Vacas publicó la novela «La salida» (2019). Además fue ganador de la Convocatoria Narrativa 2020 de Milena Pergamino, con su novela «Visita guiada»

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